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Nací en Azpeitia (1952) en un pobre caserío guipuzcoano, rodeado de montañas y asomado al mar. Siempre me sentí uno con la tierra, las piedras, los árboles y los pájaros, y en todo sentí siempre la huella del Misterio. A los 15 años, prematuramente, me hice franciscano, y nunca hubiera querido dejar de serlo, aunque a los 57 años tuve que dejar el hábito (y los cordones que me ataban), por cuestiones triviales como dogmas y herejías. Me doctoré en teología en París, y empecé a ver que es necesario desaprenderlo todo para volver a la sabiduría simple del principio: la ternura y el dolor, la belleza y la compasión del Misterio que todo lo anima, el Misterio sin nombre y con todos los nombres. Yo lo miro y lo amo sobre todo en Jesús de Nazaret, bienaventuranza hecha carne. Y es lo que quiero vivir.