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EL OCASO DE LOS DIOSES

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La Humanidad no ha cesado de construir moradas y símbolos del poder divino desde las más remotas épocas animistas hasta nuestros días. Como ha continuado, de siempre, sintiendo la necesidad de no quedarse eternamente varada en un preciso estadio espiritual alcanzado. El actual empieza a resultar escandalosamente disonante.

Permanecer con la mirada clavada en el pasado como esperanza de salvación es prenda segura de perpetuarse en estatua de sal, como la esposa de Lot, o de condenar a los demás al fondo de los infiernos como hizo Orfeo con Eurídice.

Nuestra cultura del siglo XXI, con el modernismo y el postmodernismo en el ojo del huracán, no tolera ya una espiritualidad primitiva fosilizada en escenarios de dogmas, liturgias y sacramentos rebosantes de arcaicos y míticos restos del pasado y atrapados en letales plegamientos de la roca de Pedro: "tu es Petrus..."

Mientras Prometeo –el que roba el fuego a los dioses para dárselo a los humanos- siga encadenado a las moles graníticas de La Congregación para la Doctrina de la Fe, originalmente llamada Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición, la natural y necesaria evolución hacia nuevas formas de vida jamás será factible.

Y aquí, la pregunta del millón: ¿Cómo mentes tan indiscutiblemente preclaras y de buena fe en la defensa de tal forma de espiritualidad –a mí al menos así me lo parecen- no son conscientes de semejante evidencia?

El nacimiento de un paradigma religioso, construido modo humano en la primera época del cristianismo y sólidamente fundamentado en el resto de su historia, puede ser una parte de la respuesta. La otra, más potente todavía, podría ser el hecho de haber elevado a categoría de sacro dicho paradigma.

En su origen yacen las poderosas fuerzas ancestrales de un pensamiento mágico que inexorablemente lleva a la peligrosa sacralización de los símbolos, sin percatarse de que lo importante no es el símbolo sino su referente. Y así seguimos desde hace siglos mirando embobados fijamente al dedo, como nos recuerda el proverbio chino, sin percatarnos de que lo real y lo importante es la luna hacia la cual el dedo apunta.

Como proceso del pensamiento toda ciencia debe concebirse a modo de circuito indefinidamente abierto –una cinta de Möbius- que no puede detenerse en la respuesta a una pregunta hecha. La ciencia avanza con la formulación de una nueva pregunta a cada nueva respuesta.

El pensamiento religioso del establishment se considera cimentado sobre palabra divina y, en consecuencia, inmutable. Se ha sacralizado la primera respuesta y, a partir de ahí, cualquier nuevo interrogante es a priori impensable y, si llegara a formularse, condenable.

Groucho Marx describió con una de sus geniales ocurrencias el peligro y la inutilidad de esta categoría de pensamiento: "La jerarquía es como una estantería... ¡a mayor altura, menos sirve".

Solo voces muy autorizadas de resurrección, conscientes de que al espíritu –el ruah genesíaco siempre presente en lo más profundo del ser, siempre viento libre impetuoso, siempre agua viva, siempre luz- no se le pueden poner grilletes, empiezan a oírse ya con más fuerza que nunca desde los acantilados de otras orillas no lejanas.

Voces que preguntan en clave de una moderna concepción del mundo, cuyo lenguaje y, sobre todo, cuyo contenido sacramental difiere sustancialmente del que se utilizó cuando, avanzada ya nuestra era, la Iglesia cristiana los definió como inmutables.

Willigis Jäger, una de estas críticas voces, pone el dedo en la llaga cuando escribe que "a lo largo de todos los siglos, las religiones se suelen desviar una y otra vez de la visión originaria de sus fundadores, y tienden a institucionalizarse".

La nueva visión del hombre y del mundo será el marco de referencia que nos permitirá seguir evolucionando. El geocentrismo tolomeico fue superado hace más de cuatro siglos, y el antropocentrismo está empezando a serlo.

Incluso la antropomórfica idea de Dios habrá de ser convenientemente revisada. O, hasta posiblemente, olvidar el nombre, dado el imaginario tan escasamente creíble que dicho término despierta en nuestra mente.

La necesidad de una nueva visión del hombre y de la divinidad, es hoy básica y apremiante.

 

Vicente Martínez

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