Mc 9, 38-43

«El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen…».

Jesús ignora toda cuestión metafísica y en ningún momento se refiere a Dios como creador o todopoderoso. Es más, Dios deja de ser un juez justo y misericordioso para convertirse en “Abbá”; y todos los demás atributos que los hombres hemos asignado a Dios son para Jesús secundarios. Y Abbá no significa Padre Todopoderoso y Eterno, como solemos traducir, sino que significa papá. Es el término con que los niños pequeños se dirigen a su padre; la forma más cariñosa de relación entre ellos.

Por eso el corazón de la buena Noticia es Abbá; la madre que nos ha engendrado por amor y nos quiere con locura; el padre que se esfuerza por sacarnos adelante a pesar de las pasiones que estropean nuestra vida.

Pero esta concepción de Dios choca frontalmente con el espectáculo atroz del mal en el mundo, y sólo la fe en Jesús permite creer en contra de toda evidencia racional. Si nosotros los cristianos creemos en Abbá es porque lo hemos visto reflejado en Jesús, pero quienes no le conocen, sólo podrán creer en Él si lo ven reflejado en nosotros: «Que vuestras buenas obras sean reflejo del amor del Padre». Cuando alguien descubre a Abbá siente la necesidad de compartirlo, y esa necesidad fue tan fuerte en Jesús que le llevó a la muerte en la cruz. Pero su obra no podía quedar inacabada y su último mensaje fue el compromiso con la misión: «Id por el mundo y proclamad la buena Noticia a todas las gentes».

 Por tanto, un cristiano es un “enviado por Jesús con su misma misión”; la misión de cambiar el mundo; de humanizarlo. No se concibe un cristianismo de espaldas a la misión. No tiene ningún sentido. Sobra. Las primeras comunidades proclamaban el evangelio con su simple actitud, con su forma convincente de vivir, con su estilo fraterno de encarar la vida, y eran contagiosas, eran fértiles y no dejaban de crecer. Como decía Ruiz de Galarreta: «Nuestro seguimiento de Jesús está llamado a ser testimonio: nuestra vida cristiana es “para que el mundo crea”. Pero la otra cara de la moneda es que el mundo dejará de creer en Jesús si nuestro testimonio no es válido».

Y esto tiene su aplicación al evangelio de hoy, pues el escándelo al que se refiere Jesús consiste en impedir el acceso a Dios a aquellos cuya fe es más vulnerable –«estos pequeñuelos que creen»–. Y esto, claro está, se puede producir de muchas formas distintas. Hay quienes “pierden la fe” (o no se deciden a abrazarla) como consecuencia de los escándalos mediáticos en los que se ve envuelta la Iglesia, pero todavía son más, posiblemente muchos más, los que la pierden porque nuestro testimonio no invita a creer en quien nosotros decimos creer.

Y dicho esto, podemos dar carpetazo a este evangelio señalando con el dedo a la jerarquía: «Estos son los que escandalizan», o podemos tomárnoslo en serio, mirarnos en primer lugar a nosotros mismos, y preguntarnos si nuestra vida invita a creer en Jesús, en Abbá, en la buena Noticia… o todo lo contrario.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús 

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