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LA LÁMPARA BAJO EL CELEMÍN

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Todas las religiones universales del pasado -y del presente- nacieron de una cultura determinada, impulsadas por una visión del mundo de la época hoy más que superada, y materializadas finalmente en las correspondientes instituciones. Instituciones que en la actualidad, en la era del Conocimiento y de la Informática, empiezan a resquebrajarse sin remedio.

¿Por qué? Porque la religiosidad como forma acabó imponiéndose a la espiritualidad como contenido: Un baile de máscaras verdiano donde los comediantes terminan creyéndose el papel formal que representan hasta perder su propia identidad en contenido.

Un producto, el de la espiritualidad, catalogado en los Anales de la Historia como imperecedero, pero al que apenas se presta hoy atención. O que, en el mejor de los casos, se oferta con cierto sonrojo a precio de saldo en las almonedas del consumista siglo XXI.

Y sin embargo, sin ella, sin la espiritualidad, la vida –y quizás también el mundo- deja de tener sentido, como defienden expertos pensadores de todos los campos del saber humano.

Eckart Tolle lo manifestaba así recientemente:

"El despertar espiritual no es ya una opción sino una necesidad, si queremos que la humanidad y el planeta sobrevivan".

Un grito de ansiedad lanzado a la conciencia del hombre postmoderno clínicamente, acalambrado en un estado de profunda angustia y desesperación existencial.

La neurociencia, con Antonio Damasio a la cabeza, llega a sugerir la idea de la necesidad biológica de una dimensión espiritual en los asuntos humanos, fruto de nuestra evolución y desarrollo. La de Ávila lo escribió con castellano gracejo: "Dios anda también entre los pucheros".

A. Newberg y E. d'Aquili, pioneros de una nueva disciplina, la neurotheología, que estudia la religión desde el punto de vista de la biología, proponen que nuestro cerebro está biológicamente programado para experimentar estados de transcendencia.

Y, finalmente, el prestigioso genetista Dean Hamer sostiene que la espiritualidad es una de nuestras herencias básicas, un instinto que nos proporciona un sentido de la vida, y valor para superar las dificultades y pérdidas.

Textos, todos ellos, que nos llevan a la concepción de una espiritualidad fondeada en lo más categórico de nuestro ser: la de "el espíritu encarnado".

Encarnado en cuanto un día, hace más de trece mil ochocientos millones de años, ese Aliento sobrevoló el Caos de la Creación hasta fundirse en él y darle contenido y forma de materia. Materia en la que, inerte o viva, resplandece siempre el Espíritu, aunque epifánicamente y solo cuando el hombre vive en estados de Plena Consciencia.

Pues, como le dijo el zorro al pequeño príncipe, "solo se ve bien con el corazón, pues lo esencial es invisible a los ojos".

Pero una espiritualidad no únicamente contemplativa sino, y sobre todo, de acción: la que es capaz de integrar esta dimensión con el resto de las dimensiones del ser humano: política, social, económica, familiar, etc.

La vida espiritual se torna huera cuando queda reducida a meras disquisiciones mentales, a declaraciones de principios, creencias y ritos, sin bajarla jamás a la palestra de la realidad que nos rodea.

No faltan quienes llegan a identificarla en relación a sí o, todo lo más –lo cual ya es mucho- en relación a sus semejantes, sin percatarse de que semejante es cuanto –y no solamente cuantos- nos acompaña en el viaje de la existencia: también, por supuesto, el hermano sol, la hermana flor, el hermano lobo, del poverello d'Assisi.

Si Jesús no resucitó en nosotros –no está vivo y operativo, en correcta exégesis del texto paulino- vana es nuestra fe.

Y esto que decimos de los individuos importa mucho más cuando lo entendemos referido a grupos y sociedades.

Con profunda visión mística de la religión, Willigis Jäger concluye en una de sus obras que hay ahora otra vez algo así como hambre de espiritualidad: hambre existencial, que surge desde la profundidad de nuestra condición humana.

Espiritualidad existencial: vivamente encarnada. Lo confirma sobradamente, aparte de los argumentos y testimonios expuestos, la difusión diaria de eventos y publicaciones relativos a la materia.

Espiritualidad existencial: vivamente encarnada.

«Nadie enciende una lámpara y la pone en sitio oculto, ni bajo el celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren vean el resplandor", advierte el evangelista (Luc. 11,13).

También la parábola de las vírgenes necias y prudentes nos advierte de la necesidad de que la espiritualidad, como el Verbo –aliento y palabra-, debe ser encarnada; es decir, manifiesta. Así posiblemente lo quiso significar la tan popular imaginería medieval representándola con bellas esculturas en las fachadas de las catedrales centroeuropeas.

Lo confirma sobradamente, aparte de los argumentos y testimonios expuestos, la difusión diaria de eventos y publicaciones relativos a la materia. Nos enrolamos, en consecuencia, a la tesis de José Arregi ampliamente desarrollada en su obra Las charlas de José Arregi: sí a una espiritualidad mística y laica, liberada de credos y jerarquías, más allá de la oficialmente establecida; no a una religión apresada en las mallas -tan sutiles y obstinadas- del dogma, de la moral y del poder, o simplemente del miedo.

 

Vicente Martínez

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