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LA GRAN "INVERSIÓN"

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La Iglesia de los países ricos tuvo un pasado glorioso, pero hoy en día está enferma de gravedad. ¿Cómo ha podido suceder?

La Biblia relata un drama parecido que ocurrió más de un medio siglo antes de Cristo en el país de Judá (Is1, 5-28).

El pueblo lloraba y preguntaba: ¿Por qué nuestro país se está cayendo a pedazos? ¿Por qué nuestro pueblo, unido a Dios por una alianza que no se puede romper jamás, se parece ahora a un hombre herido de la cabeza a los pies sin nadie que lo cuide...?

Esas preguntas caían en el vacío. No llegaba ninguna respuesta, sino la que los humanos siempre se inventan en circunstancias parecidas: los culpables no somos nosotros, sino los demás. Toda la gente coincidía en ese punto, menos Isaías.

Para Isaías, la culpa la tenía el mismo pueblo de Judá por haberse entregado a una inversión que, comparada con la que había provocado la destrucción de Sodoma y Gomorra, era mucho más grave. La inversión que se estaba dando en Judá ponía en juego la santidad y la credibilidad de la propia Palabra de Dios.

Pues miles de veces y de mil maneras Dios había aclarado por boca de sus profetas que a él no le interesaba el culto ni los sacrificios de animales que le ofrecían en el templo, mientras que a su pueblo lo degollaban a diario aquellos que estaban encargados de cuidarlo. Le daban asco. Lo que Dios quería era la justicia:

"Yo odio y aborrezco sus fiestas y no me agradan sus celebraciones... Váyanse lejos con el barullo de sus cantos... Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la honradez crezca como un torrente inagotable" (Amos 5, 21-25).

"¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo" (Isaías 58, 6).

Ése era el tema preferido de todos los profetas y uno de los más importantes de toda la Biblia. Pero los jefes y sacerdotes, y el pueblo de Judá por detrás, no hacían caso. Para ellos lo que más importaba era el culto, los sacrificios, los cantos, las oraciones y las ceremonias con trompetas en el templo. Que la justicia fuera pisoteada por todo el país los dejaba sin cuidado.

Por más que la Palabra de Dios ponía la justicia a la cabeza de todo y el culto lejos después, en Judá no se respetaba ese ordenamiento. Se lo invertía. Esa era, según Isaías, la causa de todas las desgracias del pueblo. Si el pueblo estaba herido de pies a cabeza no era porque Dios lo castigaba, sino porque él mismo, al atropellar a diario la justicia, se estaba destruyendo a sí mismo.

Nosotros, los seguidores de Jesús no podemos culpar al pueblo de Judá, porque, por una fatalidad difícil de comprender, hemos caído en el mismo vicio. El orden de los valores que Jesús ha establecido con su sangre en la cruz y que con toda claridad ha expuesto en su Evangelio, lo hemos invertido también.

Tomemos por ejemplo la parábola del Buen Samaritano, que es una joya del Evangelio y como la síntesis de la enseñanza de Jesús sobre el camino a seguir para que nuestro mundo tenga vida y futuro (Lc 10, 25-37).

En esa parábola, lo que viene primero no es la religión, no es el culto, sino la compasión, una compasión liberadora que hace que el samaritano -un impuro, un hereje, un malo a los ojos de la gente más religiosa de Judá- se baje de su montura para curar y rescatar de su situación de muerte al pobre hombre que yace en su sangre a la orilla del camino.

Por medio de esta parábola Jesús nos enseña que para realizarnos plenamente como humanidad, y aún más allá de las fronteras de la muerte, tenemos que actuar como el samaritano, y no como el sacerdote ni como el levita.

Estos dos han pasado por el mismo camino; han visto al pobre caído en manos de ladrones, despojado de todo, hasta de sus ropas, golpeado y dejado medio muerto, pero, como eran hombres de culto antes que nada, siguieron de largo para llegar a tiempo al templo y cumplir puntualmente con sus rezos y demás rituales. "¡No los imiten!" advierte Jesús (Mateo 23, 3.23).

Sin embargo, la Iglesia, a través de sus propios servicios de comunicación, difunde por todo el mundo una imagen de sí misma que tiene muy poco que ver con el buen samaritano y mucho con el levita y el sacerdote.

La imagen que se muestra es la de una Iglesia de poder en torno a la figura blanca de un Papa que lee discursos piadosos en el marco de misas, de bendiciones o viajes pontificales. O la de una Iglesia de obispos o cardenales bien alimentados y elegantemente vestidos de púrpura que repiten como una lección aprendida de memoria las sempiternas posturas de la tradición católica sobre puntos de moral de gran sensibilidad, ignorando sistemáticamente el sentir de mucha gente de buena voluntad que son también de la Iglesia y saben pensar e inspirarse del Evangelio de Jesús.

Esa Iglesia nunca da la palabra a los pobres y jamás daría públicamente su respaldo a las personas, cristianas o no, que en muchas partes del mundo arriesgan su vida por la justicia y la libertad.

En el cuidado de los pobres, la Iglesia se lleva todos los récords, pero en cuanto a la puesta al desnudo del sistema que crea y multiplica la pobreza y arruina la tierra, es mucho más discreta. Es como si, a pesar de toda su solicitud por los pobres, la Iglesia de los países ricos fuera parte de ese mismo sistema que desde hace más de cinco siglos chupa la vida y los recursos de las 4/5 partes del mundo en beneficio de la fracción más opulenta de la humanidad, la misma que, cada día, asesina más al planeta.

Fue por causa de la justicia, y no por asuntos litúrgicos, que Jesús fue crucificado y fue por la misma causa que Dios lo resucitó.

La justicia es la que le da a la liturgia su sentido concreto; sin justicia, la misa se convierte ciertamente en una injuria a la cara de Dios.

Y no solo la misa de los católicos y ortodoxos sino también todos los otros cultos de otras confesiones cristianas o de otras religiones, incluyendo la plétora de cultos nuevos que el New Age pone de moda o que la sociedad laica o religiosa del dios Dinero no deja de inventar todos los días.

Es un secreto a voces que el poder real en la Iglesia actual lo detentan elementos reaccionarios que se dan la misión de salvar a la Iglesia, cuando en realidad son ellos los que la están matando.

Conducen una verdadera cruzada para bloquear toda apertura genuina al mundo moderno. Constituido a veces en institutos o asociaciones religiosas de gran peso, ese sector que ha invadido todos los bastiones del poder, pone la liturgia en el pináculo del cristianismo y trata lo relacionado a la justicia como algo propio de los materialistas ateos y comunistas.

Son los mismos que, por los años 70 hasta 90, han llenado América latina de mártires. Y son ellos los que no van a permitir jamás que la Iglesia se desmarque a la faz del mundo por un compromiso cabal por la justicia y no por su habitual obsesión neurótica con el aborto, los condones, la homosexualidad y el celibato sacerdotal. No son ellos los que van a poner fin a la "inversión" del orden de los valores que Dios hizo conocer a través de Jesús y de los Profetas.

A ejemplo del pueblo de Judá en tiempos de Isaías, muchos echan a los demás la culpa de las tribulaciones que atraviesa actualmente la Iglesia de los países ricos. Pero sucede que como en la Judea de hace 2700 años, nuestra Iglesia ha "invertido" la Palabra de Dios.

Aunque se haya esmerado en consolar y cuidar a muchísimos pobres en su larga historia, ella sigue poniendo el culto delante y la justicia al final. Como siempre nuestros profetas son amordazados y como siempre la justicia es abandonada a los abogados, a los políticos, a los sindicatos y, por supuesto, a las multinacionales, al Banco Mundial, al FMI, a la CIA y al Pentágono.

Ciertamente los altos dirigentes de la Iglesia han escrito toneladas de hermosos discursos sobre la justicia en el mundo, pero nunca la han convertido en prioridad de la Iglesia. Es más fácil luchar contra los condones, los contraconceptivos, los matrimonios gays, el casamiento de los sacerdotes o el sacerdocio de las mujeres... ¡Inversión de la Palabra de Dios!

Esa es sin duda la causa del mal que, desde los pies hasta la cabeza, golpea actualmente a la Iglesia en los países más ricos del planeta.

Lo opuesto a la inversión es... la conversión.

 

Eloy Roy

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