¿PODEMOS AÚN LLAMAR “DIOS” A LO QUE INSPIRÓ A JESÚS?
José ArregiTexto prolongado de mi intervención en la Consulta Internacional online Por un humanismo bioecocéntríco. ¿Qué podemos aportar los seguidores de Jesús? (5 de junio de 2022)
¿Qué podemos aportar los seguidores de Jesús al humanismo bioecocéntrico? No un plus de valores, ni un fundamento exclusivo, sino la inspiración de Jesús, la inspiración que lo movió y que emana de su figura humana, de sus actitudes y opciones vitales, de sus relaciones y prioridades, de sus palabras libres y de sus acciones liberadoras.
1. Como toda inspiración, como el aire que respiramos y espiramos, la inspiración de Jesús es universal y particular a la vez. Es universal, porque transciende toda forma física, psíquica, cultural; pero es también inevitablemente particular, parcial, y se expresa en una forma, en una vida, en una historia humana concreta, cuya memoria ha sido transmitida de manera libre, creativa, plural, no supeditada a la “verdad historiográfica”, en un rico lenguaje simbólico, complejo y coherente: mesianismo, liberación universal, sanación, fraternidad-sororidad, filiación divina, comensalía abierta, pan y vino, bienaventuranzas, justicia y paz universal, gracia, perdón, cielo nuevo y tierra nueva, encarnación, resurrección, cristificación, etc…
Ninguno de estos y otros motivos simbólicos por separado es exclusivo de la tradición de Jesús (casi todos provienen de la tradición judía), pero juntos forman un corpus lingüístico, narrativo, característico, e insisto: plural. Son palabras, figuras, relatos… que pueden reavivar una Presencia, infundir una inspiración, iluminar la conciencia e impulsar la acción. Pueden evocan y despertar la inspiración de Jesús, lo que le inspiró a él y lo que él nos inspira.
2. ¿Qué inspiró, pues, a Jesús? A Jesús le inspiró “ESO” mismo que anima al cosmos, la vida y también, por lo tanto, el compromiso en favor de un humanismo bioecocéntrico, un humanismo centrado en la vida de todos los vivientes y en la comunión de todos los seres. A ESO –el Espíritu que, según el mito del Génesis, vibraba o aleteaba sobre las aguas primordiales, es decir, el aliento profundo de la vida y de todo lo que es– Jesús lo llamaba “Dios” (Elohim) con diversos calificativos como Señor, Creador, Rey, Abbá… Y mi pregunta es: ¿podemos hoy todavía calificar a ESO con los mismos calificativos de Jesús? Es más: a ESO, a la hondura de la realidad, ¿podemos todavía llamarle también “Dios”?
Pero quede claro desde el principio: si la respuesta a la pregunta señalada fuese afirmativa, ello no significaría de ningún modo que el cosmos, la vida y el compromiso ético-político-ecológico carezcan de aliento profundo si negamos a “Dios” (una afirmación absurda que, sin embargo, sigue siendo muy frecuente en el discurso de muchos creyentes, teólogos y dirigentes eclesiásticos); significaría más bien lo contrario: que al aliento profundo o a lo más real de cuanto existe también se le podría llamar “Dios” (“Quien permanece en el amor permanece en Dios”: 1 Jn 4,16). Pero ¿es legítimo seguir todavía llamándolo así?
3. La palabra Dios es la más equívoca de todos los diccionarios. Es signo de contradicción no solo para quienes lo afirman como lo más real, sino también para quienes lo niegan como enteramente irreal. Quienes dicen “creer” en “Dios” creen en cosas muy distintas, incluso contradictorias; igualmente, quienes rechazan a “Dios” rechazan cosas muy diversas; y sucede a menudo que lo que afirman muchos llamados creyentes tiene poco que ver con lo que niegan muchos llamados ateos, y viceversa.
En estas condiciones de confusión, ¿merece la pena seguir hablando todavía de “Dios”? Es discutible, lo reconozco, pero personalmente –es una opción personal–, a pesar de todos los equívocos, pienso que sí. Y pienso que sí por tres razones fundamentales: en primer lugar, porque la palabra Dios, con todos sus equívocos, está ahí en todos nuestros diccionarios, y en nuestro lenguaje desde milenios antes que los diccionarios; en segundo lugar, porque, para lo mejor y también para lo peor, esa palabra forma parte inseparable de mi historia de la que no quiero renegar y que tampoco quiero canonizar; y, en tercer lugar, porque pienso que cualquier circunloquio con que quisiéramos reemplazar el término Dios no sería menos equívoco que éste.
4. En este tiempo de transición hacia un paradigma posteísta o transteísta, y a pesar de la certeza que albergo de que un día –seguramente más pronto que tarde– la imagen tradicional de Dios como Ente Supremo personal extrínseco al mundo y tal vez la misma palabra Dios desaparecerán, a pesar de ello, hoy todavía no descarto su uso. Dependiendo de cómo me siento o dónde o con quién me halle, no renuncio a decir “Dios” para referirme, no a ningún Ente Supremo omniexplicativo, sino al Misterio universal. No absolutizo ninguna palabra, menos aun la palabra Dios, porque el Misterio absoluto conlleva la radical desabsolutización de todo vocablo, de toda doctrina, de toda imagen.
Tampoco pretendo que todo el mundo atribuya a la palabra Dios el mismo significado, pues el significado cambia sin cesar, y Dios está más allá de todos los significados de los diccionarios y de los credos. Dígalo, pues, cada cual con los términos y las figuras que más sugerentes y razonables sean para él, de la manera que le resulte más coherente con su visión, su lenguaje, su gramática del mundo. Y aun cuando hablemos lenguajes distintos y tracemos significados diversos, en la medida en que el espíritu o el alma de la vida nos inspiren, todos respiraremos el mismo Aliento, todos nos entenderemos en lo Incomprensible más allá de la palabra.
Hoy, domingo 5 de junio de 2022, la liturgia católica celebra Pentecostés (“quincuagésimo” en griego), heredera de la fiesta judía de Shavuot, la fiesta primaveral de las “primicias” o de las primeras gavillas de la cosecha, 50 días después de la Pascua, la fiesta en que también celebraban la entrega por Dios a Moisés de las tablas de la Ley de la libertad. Pentecostés significa que la vida renace como el grano que se convierte en tallo, espiga y grano, en gavilla y en pan. La vida conlleva transformación, libertad y comunión, mientras que la fijación de una forma significa parálisis y conduce a la muerte, a la disgregación del organismo viviente. Pentecostés es, por lo demás, lo contrario de Babel: en Babel, la imposición de una única lengua, la lengua imperial, conduce a la confusión universal; en Pentecostés, cada uno habla su lengua, pero todos se encuentran en lo Indecible, en la lengua de fuego que habita y transciende toda lengua hecha de palabras.
5. Toda palabra es histórica. También, y sobre todo la palabra por antonomasia, Dios, que viene del latín Deus, que viene del griego Theos, que viene del sánscrito Deva, que viene de la raíz deiv, que significa “resplandor”… y ¿de dónde viene el resplandor? El resplandor es el origen de todas las imágenes, pero no está sujeto a ninguna imagen, a ningún “dogma” (que significa opinión y apariencia). Como todos los términos que se refieren a Dios, también todas sus imágenes tienen su origen en una época, una cultura, una forma de vida.
Digamos, pues, lo Inefable con libertad de pensamiento, de imaginación y de palabra. Y no nos precipitemos en censurar y condenar a nadie como “hereje” porque utilice otras palabras e imágenes para decir lo que no sabemos ni podemos aprehender. No hay ortodoxia que no haya sido antes una “herejía”, que significa “elección”. No hay lenguaje sin herejía, sin elección (siempre condicionada) de una manera de pensar y de hablar.
Jesús fue hereje, hizo opciones libres y arriesgadas, antes de que su movimiento herético se convirtiera en una religión, con su inevitable división de fieles e infieles (se llama “fieles” a los “nuestros”, a quienes optan por hablar o actuar como nosotros, e “infieles” a los “otros”, los de fuera). Pablo fue hereje antes de que él mismo condenara a quienes no pensaban como él. Tomás de Aquino fue sospechoso de herejía, como el Maestro Eckhart, Juan de la Cruz, Teresa de Ávila o Ignacio de Loyola. Lutero fue condenado y recondenado como hereje maldito, pero en el Instituto Católico de París, en los años 80 del siglo pasado, aprendí de Daniel Olivier, sacerdote católico y máxima autoridad mundial en la historia, la obra y el pensamiento del gran reformador, que éste ha sido el mejor teólogo de todos los tiempos.
7. ¿Qué lograron las autoridades eclesiásticas que condenaron a la hoguera a Margarita Porete, Giordano Bruno o Miguel Servet? ¿Qué lograron las autoridades judías de Ámsterdam que expulsaron a Spinoza y las autoridades católicas que le acusaron de panteísta e introdujeron sus obras en el Índice de los libros prohibidos, y los papas que silenciaron a Teilhard de Chardin, Edward Schillebeeckx, Bernard Häring y Hans Küng, porque hablaron de Dios, del mundo y de la vida de una forma nueva? ¿Qué lograron las iglesias protestantes que, ofuscadas por el prestigio teológico de K. Barth, relegaron a Bonhöffer, Tillich, Robinson o Spong, que tomaron en serio la “muerte de Dios” del teísmo tradicional?
Lograron que la inmensa –y creciente– mayoría de las mujeres y de los hombres de nuestro tiempo hayan identificado a Dios con un Ente Supremo omnipotente, arbitrario y alienante, y que, en consecuencia hayan desterrado –expulsado de su tierra, hecha de paraísos y de infiernos– no solamente la palabra Dios, lo que no tendría importancia, sino también todo aquello que asocian a “Dios”, como, por ejemplo, el riquísimo legado espiritual, simbólico, literario, ritual, ético, vital de las tradiciones religiosas teístas. Y ese destierro podría ser una pérdida para vivir y encarnar “poética” o creadoramente, inspiradora y liberadoramente, la Hondura de lo real.
8. Yo también me reconozco ateo del “Dios” que niegan los ateos de ayer o de hoy, pero pienso que la palabra Dios no designa ni sugiere únicamente lo que la religión dogmática y el ateísmo dogmático niegan.
Cuando digo “Dios”, distingo el significado del término –que puede ser diferente para cada uno– y el referente –que transciende todas los conceptos y sus significados–. Cuando digo “Dios”, me refiero a la Realidad primera o última; no a una determinada realidad junto a otras realidades, no a un Ente o a una Forma, no a Algo ni a Alguien, a un objeto distinto de otros objetos, sino a Aquella/Aquel/Aquello –más allá de todo género y número– que hace que todo lo real sea, vaya siendo, se vaya haciendo; al Fondo de todo lo real, que es en todo, que no es nada de nada, sino la Nada que es Todo en todo.
Cuando digo “Dios”, no me refiero a “una Persona Absoluta” distinta de otras personas, de modo que “Dios” y yo seríamos dos, sino a la Interioridad sin exterioridad, a la Alteridad sin división, al Tú que es cada yo para sí, al Yo que encontramos en cada tú –en una persona, en un perro, en una hoja, en una gota de agua–, a Esa/Ese/Eso que no es “personal” ni “impersonal”, sino más que personal, “suprapersonal” o “transpersonal” (como enseñaron Tillich, Schillebeeckx, Küng…).
Cuando digo “Dios”, me refiero a la Relación universal que nos funda y sostiene a todos los seres, que hace que todas las cosas estén unidas y que cada cosa sea también Todo. Al Misterio de Relación que puedo invocar como el Tú originario, el Tú más profundo, el Tú suprapersonal que admiro, venero e invoco en todo tú: en el rostro humano y en todo animal, en el árbol, la fuente, la montaña y el firmamento sin fin.
Cuando digo “Dios”, me refiero al Misterio inefable, a la Realidad fontal, a la posibilidad creadora que emana de cada partícula y de cada átomo, de las galaxias en formación y del universo en expansión. Cuando digo “Dios”, me refiero a la creatividad ilimitada y perenne, a la energía originaria eterna e inagotable, al campo electromagnético eterno y ubicuo de cuya chispa se produjo el Big.Bang (incontables Big-Bangs tal vez) y brotó la luz y se creó este universo o incontables universos que siguen creándose.
Cuando digo “Dios”, me refiero al Espíritu o Aliento o Alma de la vida que “anima” el mundo, a la Bondad creativa o al Amor más fuerte que el ego y la muerte, a la Conciencia cósmica eterna en la que todo es y que todos los seres encarnan, mejor, que podemos ir encarnando, dándole forma y cuerpo, o haciéndolo ser más plenamente en una evolución sin comienzo ni término temporal.
9. Vivir humanamente, con hondura, es dejar que nuestra vida en general (sentimiento y conocimiento, palabra y praxis inseparablemente), y el humanismo bioecocéntrico que nos proponemos en particular, sea animado, alentado, inspirado. La experiencia de Dios, con este u otro nombre o sin nombre alguno, consiste en el aliento vital profundo que inspira o mueve nuestro deseo y nuestra opción hacia la bondad creativa, que nos impulsa al silencio profundo, a la contemplación admirativa, al respeto de cuanto es, a la compasión personal y política para con todos los heridos.
Esa es la experiencia profunda que movió a Jesús de Nazaret, de acuerdo a los relatos evangélicos, canónicos o apócrifos, en los que las primeras comunidades del movimiento cristiano plasmaron su recuerdo de Jesús de manera libre, creativa y plural. En un mundo en el que todo se vuelve epifanía o símbolo revelador del Todo, miro a Jesús como figura y símbolo de la encarnación del Fuego, del Eros, del Ágape que puede conducir el mundo a una mayor libertad y a una mayor comunión.
No necesito, sin embargo, afirmar a Jesús como la única ni como la perfecta ni siquiera como la más perfecta encarnación del fuego divino creador. Pero es para mí la figura más cercana y familiar que me inspira y me anima a encarnar el Aliento universal que le inspiró a él, que le animó a querer vivir la libertad solidaria y a encontrar ahí su bienaventuranza.
Tampoco necesito seguir imaginando a Dios como Jesús lo imaginaba, porque su imagen de Dios –junto toda su cultura– fue histórica, relativa, inacabada, abierta, como la nuestra. Quiero más bien dejarme llevar por el mismo Espíritu que le impulso a él a vivir como vivió: acompañando a los marginados, compartiendo la mesa, levantando a los caídos, sanando a los heridos, siendo hermano de todos empezando por los últimos.
10. Y no me siento sujeto ni a la historia particular de Jesús, ni a la letra de sus enseñanzas, pues él fue innovador de lo recibido y liberador de cadenas. Y decía: “Levántate y camina”.
Por eso, los “seguidores de Jesús” no tienen por qué expresar la inspiración que emana de Jesús con el mismo lenguaje en todos los lugares y tiempos. No tienen por qué sentirse sujetos a las creencias y a los dogmas referidos a Jesús, pues no hay creencias ni dogmas inamovibles, sino lenguajes abiertos, plurales, siempre en camino y en diálogo. Las primeras comunidades cristianas son el mejor ejemplo de libertad creativa y plural en la manera en que entendieron y transmitieron la memoria de Jesús. Nunca confesaron la “divinidad” de Jesús como esencia o naturaleza divina singular, una divinidad distinta de la humanidad, sino como la hondura humana y, por lo tanto, vocación universal de todos los seres humanos. Y lo dijeron de maneras muy distintas e incluso contradictorias, y nunca convirtieron su confesión de la divinidad en dogma inamovible. En definitiva, todos los dogmas y doctrinas cristológicas a lo largo de los siglos (divinidad, preexistencia, concepción virginal, muerte sacrificial, resurrección, ascensión, presencia eucarística “real” en oposición a “simbólica”…) se resumen en aquello que los Hechos de los Apóstoles ponen en boca de Pedro, pescador de Galilea: “Pasó la vida haciendo el bien y curando a los oprimidos” (Hch 10,38). Todo lo demás son añadiduras.
José Arregi
Aizarna, 5 de junio de 2022
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