PRIMER PROFETA Y PRIMEROS DISCÍPULOS
José Luis SicreDomingo 2º Tiempo Ordinario Ciclo B
El domingo pasado leímos el relato del bautismo en el evangelio de Marcos. Si hubiéramos seguido leyendo este evangelio, lo siguiente serían las tentaciones de Jesús. Pero, en un prodigio de zapping litúrgico, cambiamos de evangelio y leemos este domingo un texto de Juan. El cuarto evangelio no cuenta el bautismo de Jesús ni su estancia de cuarenta días en el desierto. Pero sí dice que fue a donde estaba Juan bautizando, y allí entró en contacto con quienes serían sus primeros discípulos. Para ambientar este episodio, y con fuerte contraste, la primera lectura cuenta la vocación de Samuel.
La vocación de un profeta (1 Samuel 3,3b-10.19)
Samuel no es el primer profeta. Antes de él se atribuye el título a Abrahán, y a dos mujeres: María, la hermana de Moisés, y Débora. Pero el primer gran profeta, con fuerte influjo en la vida religiosa y política del pueblo, es Samuel. Por eso, se ha concedido especial interés a contar su vocación, para darnos a conocer qué es un profeta y cómo se comporta Dios con él.
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel. Este respondió:
̶ Aquí estoy.
Corrió adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy, porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he llamado; vuelve a acostarte.»
Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a Samuel. Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy, porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte.
Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había manifestado todavía la palabra del Señor.
El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Se levantó, fue adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy, porque me has llamado.
Comprendió entonces Elí que era el Señor el que llamaba al joven, y dijo a Samuel:
̶ Ve a acostarte. Y si te llama de nuevo, di: "Habla, Señor, que tu siervo escucha"
Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se presentó y le llamó como las veces anteriores:
̶ ¡Samuel, Samuel!
Respondió Samuel:
̶ Habla, que tu siervo escucha.
Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que se frustrara ninguna de sus palabras.
El autor utiliza el frecuente recurso de plantear un problema (el Señor llama a Samuel sin que éste sepa quién lo llama), con dos intentos fallidos por parte del niño (dos veces acude a Elí) y la solución en un tercer momento («Habla, Señor, que tu siervo escucha»).
De los datos que ofrece el texto, el más interesante es la explicación de por qué Samuel confunde a Yahvé con Elí. «Samuel no conocía todavía al Señor». ¿Cómo es esto posible? Su madre lo dejó en el templo cuando era todavía un niño, vive con la familia del sumo sacerdote, ha debido de oír hablar de Yahvé infinidad de veces, escuchar su nombre en cantos y salmos. Samuel debía de tener una buena formación catequética. A pesar de todo, «no conocía todavía al Señor, no se le había revelado la palabra del Señor». Una cosa es conocer a Dios de oídas, por oraciones y lecciones mejor aprendidas, y otra muy distinta ese contacto profundo con él a través de su palabra.
Cabe el peligro de centrarse en la figura de Samuel y pasar por alto lo mucho que dice el texto a propósito de Dios. Ante todo, no comunica su voluntad al pueblo directamente, se sirve de una persona concreta. Al mismo tiempo, se revela como un ser extraño, desconcertante, que elige para esta misión a un niño de pocos años y parece jugar con él al ratón y al gato, haciendo que se levante tres veces de la cama antes de hablarle con claridad.
Además, ese Dios que más tarde se revelará como un ser cercano al profeta, acompañándolo de por vida, se revela también como un ser exigente, casi cruel, que le encarga al niño una misión durísima para su edad: condenar al sacerdote con el que ha vivido desde pequeño y que ha sido para él como un padre. Esto no se advierte en la lectura de hoy porque la liturgia ha omitido esa sección para dejarnos con buen sabor de boca.
En resumen, la vocación de un profeta no sólo le cambia la vida, también nos ayuda a conocer a Dios.
Contacto de Jesús con los primeros discípulos (Juan 1,35-51)
En el cuarto evangelio, Juan no bautiza a Jesús, pero dirige unas palabras a sus discípulos cuando lo ve venir. Lo que les dice se resume en tres puntos: 1) Es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. 2) Bautiza con Espíritu Santo. 3) Es el Hijo de Dios. El autor no explica ninguna de estas afirmaciones ni cuenta la reacción del auditorio. Pero, en los días siguientes, Jesús entra en contacto con Andrés y un discípulo anónimo (generalmente se piensa en Juan); Andrés le llevará a su hermano Simón Pedro; Jesús encuentra a Felipe y le ordena: «Sígueme»; y este anima a Natanael a unirse al grupo (Jn 1,35-51). Es una pena que el evangelio de este domingo se limite al encuentro con los tres primeros discípulos, porque el conjunto ofrece un mensaje muy interesante sobre la vocación.
Andrés y el discípulo anónimo (1,35-39)
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
̶ Este es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
̶ ¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
̶ Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
̶ Venid y lo veréis.
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; era como la hora décima [las cuatro de la tarde].
En el primer encuentro, la iniciativa parte del Bautista que, al ver pasar a Jesús, dice de él lo mismo que había dicho en su discurso anterior: «Ese es el cordero de Dios». Entonces fue más concreto: «Ese es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo». La referencia parece clara al personaje del que habla Isaías 53: uno que salva a su pueblo cargando con sus pecados, y que, cuando lo condenan a muerte, «como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el esquilador, no abría la boca» (vv.6-7).
Las palabras de Juan, más que simple información parecen contener una invitación a sus discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso. Juan, con esta actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo que dirá más tarde: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. (…) Él debe crecer y yo disminuir» (Jn 3,28.30).
Y los dos discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que significaba «Ese es el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad, lo siguen, y escuchan las primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué buscáis?» No es una pregunta trivial, suena a desafío. Es la pregunta que Jesús dirige a cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente obligado a pensar si ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de buscar. Los dos muchachos podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen a él con profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde vive. Por desgracia (y esta vez no podemos culpar a los liturgistas) no sabemos de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en adelante.
Andrés y Simón Pedro (1,40-42)
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
̶ Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo:
̶ Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro).
De esa larga conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la conclusión de que aquella persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un rabí cualquiera. Así lo comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías». ¿Qué quería decir con esto? Ateniéndonos al cuarto evangelio, la mentalidad popular esperaba del Mesías que realizara numerosos milagros, como sugiere la gente de Jerusalén: «¿Cuándo venga el Cristo, hará más signos de los que este ha hecho?» (Jn 7,31). En esta línea prodigiosa, otros piensan que «el Mesías permanecerá para siempre» (Jn 12,34). Sin embargo, el título de Mesías tenía por entonces una fuerte carga política, como se advierte en los Salmos de Salomón 17 y 18, de origen fariseo, procedentes del siglo I a.C. Es posible que esto fuera lo que más entusiasmara a Andrés e intentara transmitir a su hermano Simón Pedro.
La pretensión de haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos judíos. Los fariseos llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su Rey Mesías. ¿Iba a encontrarlo precisamente este pobre muchacho galileo? Sin embargo, su hermano le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.
Tiene lugar entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y Simón Pedro llegan ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea fuerte tensión: «Jesús se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón Pedro? ¿Qué experimenta este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el evangelista omite cualquier comentario.
Jesús no lo saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo presente. Él sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una autoridad suprema, le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo cambia ni qué significa ese nombre.
El nombre del mayor de los apóstoles es un rompecabezas. Los evangelios y cartas del NT lo llaman Simón, Simón hijo de Juan, Simón hijo de Jonás, Simón Pedro, Cefas, Pedro. Podríamos formular la siguiente hipótesis:
1) Su único nombre era Simón, y así lo llama Jesús en algunas ocasiones (Mt 17,25; Mc 14,37; Lc 22,31). En diversas tradiciones aparece también con ese solo nombre (Mc 1,16.39.30.36; Lc 4,38; 5,3.4.5.10; 24,34). Haciendo referencia a su padre se lo conoce también como «Simón hijo de Juan» (Jn 1,42; 21,15.16.17) o «Simón hijo de Jonás» (Mt 16,17).
2) Jesús le cambia el nombre por Cefas, término arameo que significa piedra, y cuyo equivalente griego es Pedro. Lo advertimos en Pablo, que nunca lo llama Simón, ni Simón Pedro, sino ocho veces Cefas (1 Cor 1,12; 3,22; 9,5; 15,5; Gal 1,18; 2,9,11.14) y dos Pedro (Gal 2,7.8). La idea de que fue Jesús quien le cambió el nombre por Pedro (Cefas) se encuentra también en Mc 3,16 y Lc 6,14.
3) Sin embargo, se impuso la idea de que Jesús no le cambió el nombre sino que le añadió uno más al antiguo. Entonces se lo designa «Simón Pedro», incluso en el cuarto evangelio (Jn 6,8.68; 13,6.9.24; 13,36; 18,10.15.25; 20,2.6; 21,3.7.11.15).
Olvidémonos el problema de los nombres e imaginemos la escena. Simón Pedro, a remolque de su hermano Andrés, acude a Jesús pensando encontrar en él al Mesías. Y este, en vez de entusiasmarlo con un discurso o un milagro, lo mira fijamente y le cambia el nombre, que es lo más personal que tenemos. Para un judío, el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte Simón es que ese personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle permiso. Sin embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien no lo conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Veremos que no es así.
La escena simboliza el poder de Jesús sobre Simón y una cierta predilección por él, ya que es el único al que le cambia el nombre. El lector del cuarto evangelio sabe, desde este momento, que deberá conceder gran importancia a este personaje.
Dos relatos parecidos y diversos
El contraste entre el evangelio y la vocación de Samuel es enorme. Esta ocurre en el santuario, de noche, con una voz misteriosa que se repite y un mensaje que sobrecoge. En el evangelio todo ocurre de forma muy humana, normal: un boca a boca que va centrando la atención en Jesús, cuando no es él mismo quien llama, como en el caso (que no se ha leído) de Felipe. Y las reacciones abarcan desde la simple curiosidad de los dos primeros hasta el escepticismo irónico de Natanael, pasando por el entusiasmo de Andrés y Felipe. Pero hay también elementos parecidos.
1. En ambos relatos, la vocación cambia la vida. En adelante, «el Señor estaba con Samuel», y los discípulos estarán con Jesús. Este cambio se subraya especialmente en el caso de Pedro, al que Jesús cambia el nombre.
2. La vocación revela a Dios en el caso de Samuel, y a Jesús en el caso de los discípulos. Cada vocación aporta un dato nuevo sobre la persona de Jesús, como distintas teselas que terminan formando un mosaico: Juan Bautista lo llama «Cordero de Dios»; los dos primeros se dirigen a él como Rabí, «maestro»; Andrés le habla a Pedro del Mesías; Felipe, a Natanael, de aquel al que describen Moisés y los profetas, Jesús, hijo de José, natural de Nazaret; y el escéptico Natanael terminará llamándolo «Hijo de Dios, rey de Israel». Es una pena que la mutilación del texto impida captar este aspecto.
La liturgia nos sitúa al comienzo de la actividad de Jesús. Lo iremos conociendo cada vez más a través de las lecturas de cada domingo. Pero no podemos limitarnos a un puro conocimiento intelectual. Como Samuel y los discípulos, debemos comprometernos con Dios, con Jesús.
«Yo esperaba con ansia al Señor» (Salmo 39)
El Salmo elegido para el día de hoy comienza con las palabras: «Yo esperaba con ansia al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios» (Sal 39,2). Más que a Samuel, estas palabras se aplican a los futuros apóstoles. Esperaban con ansia al Señor, y por eso han acudido a escuchar a Juan Bautista. Pero el Señor no se ha limitado a poner en sus bocas un canto nuevo. Los ha tomado completamente a su servicio.
José Luis Sicre