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LA IGLESIA HA PERDIDO SU FUERZA PROFÉTICA

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Lc 4, 21-30

El pasaje evangélico de hoy es la continuación del que leímos la semana pasada. Allí se anunciaba Jesús como el cumplimiento de la promesa que anunciaban los profetas. Aquí se subraya el resultado de ese anuncio. Otros lo aceptan: los de Nazaret, sus vecinos, lo rechazan. Es una imagen muy importante. "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron". Es uno de los temas fundamentales del Evangelio, especialmente del evangelio de Juan.

La primera lectura y el evangelio presentan al profeta y a Jesús como fuerza de Dios, presente en el mundo como fuerza que suscita hostilidad, rechazo. Los hombres pueden rechazar la Palabra, y perseguir al Profeta. Pero la fuerza de la Palabra, la fuerza de Dios que está en él es más poderosa que toda la hostilidad del mal y de los hombres.

En este contexto podemos leer la vida de Jesús y la vida de los cristianos. Y en este contexto leemos el mensaje de la carta de Pablo sobre el amor, intentando profundizar en nuestro concepto del amor. Vamos hoy a centrarnos más en esta segunda lectura.

Esta reflexión de Pablo nos lleva a la esencia fundamental de la fe, resumida por Jesús al responder a la cuestión de "¿cuál es el mayor mandamiento?". La respuesta de Jesús es:

Escucha Israel: AMARÁS a Dios de todo corazón, con toda tu alma y todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se resume toda la Ley y los profetas.

Así pues, es básico entender que toda la fe y la actuación del cristiano se basa en amar. Amar a Dios y amar a los hombres. Lo demás son consecuencias.

Pero no podemos simplificar la palabra "amar". Y para ver de qué se trata, miremos un momento al Evangelio, para ver cómo ama Jesús.

La teoría (Lucas 6,35)

"Amad a vuestros enemigos, hacedles el bien, prestad sin esperar nada a cambio. Vuestro premio será entonces grande: seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno para con los ingratos y los que hacen el mal."

Jesús lo cumple así: (Lucas 23,33)

Llegados al lugar llamado "de la Calavera", le crucificaron... Y Jesús decía: "Padre, perdónales; no saben lo que hacen".

Es sólo un ejemplo, pero si analizamos todas las relaciones de Jesús con las personas, vemos que siempre están inspiradas en lo mismo: es El Salvador. No mira a sus pecados como obstáculos que le impiden amarles. Su amor por las personas va más al fondo: el pecado intenta interponerse entre el amor de Jesús y la persona: pero no lo consigue. Por más que se le ofenda, Él sigue siendo el Salvador.

El origen de todo esto no es la humanidad bondadosa de Jesús. Es la divinidad salvadora. Es Dios quien es así, y se ve en Jesús. Dios es el amor salvador. Toda la creación se entiende sólo desde el amor de Dios, que pretende la existencia de Hijos en plenitud.

El pecado no es obstáculo para el amor: convierte el amor en Salvador, en Libertador del pecado. Nuestros pecados intentan interponerse entre nosotros y el amor de Dios, pero no lo consiguen. Y Dios presente entre nosotros es El Salvador, el que quita el pecado del mundo.

De la misma manera, el origen de nuestra postura respecto a los demás no está en nuestra humanidad bondadosa, en un natural afectivo y cordial. Está en que hemos conocido el amor de Dios, vivimos del amor de Dios, nos sentimos queridos por Dios y no sabemos vivir más que salvando, como Dios.

Se trata de un convencimiento, una persuasión, pero sobre todo de una fe, es decir, de una adhesión personal. Acepto el amor de Dios para conmigo, y ya no puedo vivir de otra manera. El amor de Dios lo he conocido en Jesucristo. Cuando he llegado a creer en Jesucristo, he llegado a aceptar a Dios mi Salvador, a fiarme de Él.

Creer en Jesucristo no es simplemente estar persuadido de que es un gran hombre, o aceptar su doctrina como satisfactoria. Creer en Jesucristo es aceptarlo como modo de vida, como revelación de Dios, hacer girar la vida en torno a Él. Creer en Jesucristo es ante todo admirar y disfrutar del amor de Dios Salvador que en Él se hace visible. A partir de ahí, mi vida cambia: ya sé por qué vivo, porque Dios me quiere. Ya sé para qué vivo, para que todos le quieran.

Esto es un ideal, un camino, una conversión. Jesús es así; nosotros vamos hacia ahí. Y todo lo que somos y lo que hacemos tiene un carácter de provisional, de "todavía no". Pero caminamos. En este sentido, la justicia, el temor de Dios, el deseo de premio por las buenas obras... tantas cosas, son "carismas provisionales". Pero hay que aspirar a los carismas superiores, hay que aspirar a que nuestro espíritu disfrute del amor de Dios y en consecuencia viva lleno de ese don: amar a los hombres como Dios me ama, mucho más adentro que mis pecados.

Esta manera de vivir de ninguna manera es fácil. En primer lugar, porque es imposible "de fuera a dentro". No es una norma que hay que cumplir. Si es cumplimiento no llega a ser amor. No se trata de "me porto así porque Dios lo quiere". Se trata de "me porto así porque soy así, soy hijo de mi Padre y no me puedo portar de otra manera". Es el final de la conversión, cuando ya no actúo sometido a mis pecados, a mi egoísmo o mi envidia o mi vanidad... sino libre y salvador, como Hijo.

En segundo lugar, porque en un mundo en que los hombres no se quieren, sino que se hostigan, se arrinconan, se envidian, se roban, se matan, esta parece una manera débil de vivir, expuesta a todo lo que los demás nos quieran hacer.

No nos confundamos. Ni es una blandenguería de carácter, ni es una vocación de corderito manso. Amar por encima de los pecados es una tremenda fortaleza. Servir siempre, perdonar siempre, salvar siempre, requiere una fuerza de espíritu superior a toda fuerza de carácter. Es sólo posible por el Espíritu de Dios actuando en nosotros. Y esta fuerza lleva a ser siempre testigo, desvelador de toda injusticia y de todo mal que les suceda a los hijos de Dios, presencia incómoda y a veces intolerable para una sociedad siempre interesada en otros valores, a menudo hostil.

Una vez más, el ejemplo y modelo es Jesús. Una lectura de cualquier evangelio, y más de los cuatro, ofrece una figura de Jesús de impresionante fortaleza. Su amor a todos los débiles va acompañado de un valor a toda prueba y una libertad brillante ante todos los poderosos. Jesús es capaz de

· desafiar la ley para curar (leproso Mt 8,1 )
· de insultar en público al rey (acerca de Herodes, Lc 13,31)
· de desenmascarar ante el pueblo a los jefes religiosos y doctores de la Ley (Mt 23,13),
· y se juega la vida defendiendo a una mujer ante el acoso judicial de los "justos" (Jn 8,1).

Ninguna debilidad, ninguna blandura. Es pura fortaleza, al servicio de los que la necesitan y en contra de lo que se ponga delante.

Pero Jesús es rechazado. El amor amenaza todos los demás modos de vivir. Jesús es rechazado porque con Él se acaba aquella religión, aquel templo, aquellas clases socio-religiosas. Jesús perjudica a la religión oficial, no interesa a los revolucionarios independentistas, molesta a Herodes, le es indiferente a Pilato...

El amor está fuera de lugar y es perseguido, hasta la muerte. "La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la han recibido". Y los de Jesús, como Jesús.

Posiblemente el momento más dramático de la incomprensión de la fuerza del amor de Dios se da en la cruz. Los escribas, sacerdotes, fariseos, y el pueblo, le increpan: "Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti". Y Jesús, porque es el Hijo de Dios, porque es el amor de Dios capaz de dar la vida, no baja de la cruz, y por eso nosotros creemos en Él.

Es extraordinario el efecto que produce una lectura continuada de la Pasión según san Juan. Jesús es un rey poderoso que entrega su vida conscientemente, que asume la muerte violenta con fortaleza. Juan omite la agonía del Huerto y el abandono de la cruz. El testigo presencial de la Pasión se centra en mostrar la fortaleza de Jesús. Su evangelio cierra así el mensaje con que se inició en la entrevista con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo".

Es sumamente preocupante que la Iglesia sea tan escasamente perseguida en esta sociedad occidental en la que los valores del Evangelio son sin embargo rechazados frontalmente. Y es sumamente reconfortante ver cómo son perseguidos, marginados, los cristianos, personas o grupos, que se toman muy en serio el Evangelio.

Es muy normal que los poderes políticos de algunos países en los que la injusticia social es muy fuerte, no toleren a los grupos cristianos que luchan contra esa injusticia. Es lo normal. Lo que no es normal es que en los países de desenfrenado consumo, de búsqueda alucinada del placer y el bienestar material, en los que el único Dios es la economía de mercado y el consumo consiguiente, la Iglesia viva tan tranquila.

Lo único que puede hacernos entender este fenómeno es aceptar, con angustia, que la Iglesia esconde la Palabra, ha perdido su fuerza profética y ya no le anuncia al pueblo sus pecados, sino que se limita a tranquilizarle la conciencia.

Pero el fondo último de la escena es el rechazo. Y, como todo en los evangelios, una situación histórica, algo sucedido a Jesús, se convierte en símbolo/paradigma de una situación espiritual.

Aceptar/rechazar el amor: ése es el JUICIO. Aceptar el amor significa aceptar que estoy (soy) necesitado. Y no hay diferencia realmente significativa entre aceptar/rechazar el amor de Dios y el amor de los humanos. Aceptar el amor es aceptar que los otros (El Otro) me aceptan como soy, no porque soy maravilloso, sino porque ellos son maravillosos.

Ése es precisamente el milagro del amor: como el hijo se siente bien siendo querido por la madre no porque es guapo sino porque es hijo. El amor no tiene su fuente en el amado sino en el amante. La locura del adolescente: "me quiere", "me quiere a mí", "significo algo para él o ella". Aceptar ser querido o rechazar ser querido (comprendido, aceptado, perdonado...) es la esencia de la convivencia humana y de la relación con Dios.

Y es la "inversión de Jesús". La espiritualidad farisaica (aparte de sus exageraciones y sus orgullos, que no en todos se daban) consiste en "ser justo ante Dios", es decir, en pensar que Dios me considera según mis obras: la postura de Dios es posterior a mi postura. Jesús invierte esta relación. Dios ama primero: lo mío es aceptar ese amor y responder a ese amor. Esto es lo que rechazaron los fariseos y los legistas, y es el paso esencial de nuestra conversión.

 

José Enrique Galarreta

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