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HECHOS 2, 1-11 / GÁLATAS 5, 16-25

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PENTECOSTÉS


HECHOS 2, 1-11

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.

Había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo. Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos y admirados decían: " ¿Es que no son galileos todos estos que están hablando? Pues ¿cómo cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?

Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios. "

EL texto de Lucas marca el principio de la "explosión de la iglesia". Hasta este momento, la comunidad de creyentes en Jesús ha vivido concentrada en sí misma, guardando el recuerdo del Señor. En este momento se va a convertir en comunidad misionera, por la fuerza del Espíritu de Jesús.

Los símbolos son lo de menos: el viento, las lenguas de fuego, el don de lenguas, son las señales externas de la presencia del espíritu y de la universalidad del mensaje. Pero el hecho es cierto. Aquellos pocos y tímidos seguidores de Jesús se convierten en apóstoles y profetas y se lanzan a anunciar a Jesús Resucitado al mundo entero.

La fe de los discípulos sufrió el tremendo desafío de la muerte en cruz, resucitó en la resurrección, y ahora llega a la plenitud de su sentido: se convierten en testigos, misioneros, esparcidores del espíritu de Jesús. Esto es lo que constituye el nacimiento de la iglesia: no solamente que creen en Jesús y guardan su memoria, sino que se hacen testigos, presencia viva del espíritu de Jesús en el mundo.

Por otra parte, no sólo son símbolos las lenguas de fuego, el viento y el temblor de tierra sino la escena entera. Los demás evangelistas no lo mencionan en absoluto, y es más significativo aún que el evangelio de Juan termine (antes de la primera conclusión) así:

JUAN 20, 19-22

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En esto, entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

- Paz a vosotros.

Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús les repitió:

- Paz a vosotros. Como el Padre me envió, así también os envío yo.

Y dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:

- Recibid el espíritu Santo

El signo es también el viento, pero en forma de soplo, como en el libro del Génesis, cuando Dios sopla su propio aliento en las narices del muñeco de barro para infundirle su propia vida.

Así pues nos importa, más que la realidad del suceso externo, la realidad verdadera, interior: que la Iglesia está animada por el mismo Viento de Jesús.


GÁLATAS 5, 16-25

Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley.

Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.

En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu.

Es una perfecta aplicación de lo anterior. Anunciar a Jesús no significa hablar de él, sino vivir en el espíritu. Pablo muestra la oposición de las dos vidas: la vida según la carne ha sido crucificada: no nos dedicamos a eso, aunque nuestra carne nos lo pida. Vivir en el espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí... Todo lo cual está muy por encima de la ley, que sólo urge nuestros comportamientos externos. Es un resumen perfecto de la esencia del evangelio: vivir como hijos de Dios, eso es ser testigos de Jesús.

La lectura de San Pablo es difícil sólo aparentemente. Una vez introducidos en su manera de hablar, es un universo luminoso, y vemos que él sí había entendido y estaba lleno del Espíritu de Jesús. La carne y el espíritu, la tierra y el viento, lo pesado y la fuerza, lo estéril y lo fecundo... Leer nuestra vida a la luz de esta preciosa imagen.

El Viento arrastra, empuja. Nuestra vida es caminar, pero no sólo por nuestro esfuerzo: contamos con la fuerza del Viento. Es así, precisamente, como describe y explican los evangelistas al mismo Jesús: "llevado por el Espíritu", es decir, arrastrado por el Viento. Como un velero que ha sido capaz de tender las velas dejándose arrastrar por el Viento de Dios. Por eso le llamamos "el hombre lleno del Espíritu".

La carne vuelve a la tierra, el Viento se levanta, hace volar. Nuestros tesoros no están en la tierra, ni nuestro destino es el destino de toda carne. Llenar de Espíritu cada minuto de la vida, poner sal en cada momento, para que cada una de las situaciones de la vida cotidiana, a menudo tan intragables, se hagan gustosas; regar cada situación, cada actuación, para que el desierto de lo cotidiano y lo vulgar se haga fecundo y reverdezca el desierto.

Pablo ha dividido fuertemente nuestras actuaciones y nuestros deseos: proceden del Espíritu de Jesús o "de la carne", lo perecedero, lo que nos pesa y nos carga. Leer nuestra vida, ver qué espíritu nos guía. Mejor hacerlo de lo concreto a lo general, empezando por leer ante Dios el día de hoy, mirando qué espíritu nos ha guiado.

Ignacio de Loyola se convirtió a Dios reflexionando sobre los distintos "vientos" que recorrían su alma, y diferenciándolos: el viento de las hazañas caballerescas, de mujeres, batallas, honores, parecía entusiasmarle en el momento, pero le dejaba inquieto y descontento. El Viento que le empujaba a dejarlo todo para imitar la vida de Jesús y de sus santos le inquietaba y le preocupaba, pero le producía paz, le dejaba contento y animado... Y se dejó arrastrar por El Viento.

Ignacio daba mucha importancia al examen de conciencia: ¿Qué Viento me ha arrastrado hoy? ¿Un viento "terral", que ha puesto mis ilusiones en lo que perece, en lo que no crea humanidad, en lo que no me realiza sino que solamente me satisface un poco?. ¿Un viento que me ha hecho más o menos persona? ¿Un viento que ha creado algo de humanidad o que ha hecho crecer el dolor del mundo? ...

Hemos de profundizar en la misma noción de Espíritu. Es el espíritu de Jesús, el que viene del padre, el Espíritu de Dios que actúa en el mundo a través de Jesús y a través de todos nosotros.

El texto de Pablo nos sirve para hacer un acto de fe en la iglesia, en todos nosotros que formamos la iglesia. No vivimos solamente del recuerdo de Jesús, de la meditación de sus palabras. Vivimos de la presencia viva del Espíritu en nosotros.

Ese espíritu de Jesús se está manifestando continuamente en la Iglesia entera, manteniendo viva a la iglesia, haciéndonos vivir como testigos. Es la acción creadora de Dios, la que saca al mundo del caos desde el principio, la que lleva el mundo a su consumación, la fuerza de Dios que sopló como un huracán en Jesús y sigue soplando en la iglesia y en todas las personas de buena voluntad, para llevar al mundo a su plenitud.

Estos textos nos ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre "nuestro espíritu". ¿Qué espíritu nos empuja? ¿Cuál es el viento que nos lleva, de dónde y a dónde sopla? ¿Es el viento de Dios, es el viento de Jesús? ¿Somos capaces de reconocer los diversos vientos que agitan nuestra alma?

Pablo indica varios temas de extrema importancia en nuestra espiritualidad: el antagonismo espíritu-carne, el antagonismo entre La Ley - El Espíritu, los frutos del Espíritu, vivir según el Espíritu. Vamos a detallarlos, como un resumen de nuestra fe y nuestro modo de vivir.

Pablo utiliza el término "la carne" de manera semejante a como Juan utiliza el término "el mundo" o "las tinieblas", aunque en un sentido más interior. Se trata de la oposición al Espíritu, la oposición a Dios, desde dentro o desde fuera del hombre. Nosotros podríamos hablar de "el pecado", en su manifestación más interior o en sus consecuencias sociales.

"La carne" es pues lo que nos aparta de Dios. Creo que podríamos hablar correctamente si lo identificáramos con "el pecado original", eso que sentimos en nosotros como contrapuesto a la acción de Dios, a nuestra propia conveniencia, incluso a lo que deseamos. Pablo lo expresa de manera dramática en Romanos 7. La lectura de este texto puede ser una hermosa fuente de meditación, aplicándonosla personalmente:

"Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero,... en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí.

... En efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí.

Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!"

(Rm 7:9‑25)

Esta es, posiblemente, la mejor descripción de nuestra condición humana, y esto es lo que nos hace descubrir que el concepto de pecado - perdón que se desprende del Evangelio, el que tantas veces hemos manejado en nuestras celebraciones de la Reconciliación, no es simplemente la afirmación de la bondad de Dios, sino un profundo mensaje sobre la psicología del pecado.

El pecado es la carga que nos impide ir hacia Dios. Mucha más que culpa es carga, y por eso, más que de perdón hay que hablar de liberación. Por eso se llama Jesús, el Salvador. Una vez más, el Evangelio no es un ligero barniz que se añade a lo humano: es tomar al hombre desde lo más profundo, tal como es, y hacer posible que se oriente a Dios.

Este es el primer fruto del Espíritu de Jesús. La liberación: otra hermosa imagen: prisioneros de la carne, prisioneros de la tierra, disminuidos, pájaros enjaulados, hechos para volar, que esperan poder dejarse arrastrar por el viento.

Este es el Espíritu, el Espíritu del Hijo, el Espíritu de los hijos, el que nos rescata de la esclavitud de la tierra y nos abre el horizonte luminoso de los Hijos:

"En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados.

Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. ...

Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo". (Romanos 7 y 8)

Dios es por tanto "el Espíritu Creador, Salvador, Consumador". No un Señor exterior y lejano, sino la fuerza más íntima de mi ser, la fuerza que me hace vivir, la fuerza salvadora de mi vida.

 

José Enrique Galarreta, S.J.

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