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MOTIVOS PARA LA ESPERANZA

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Lc 21, 25-28 y 34-36

El tiempo de Adviento empieza por ser, sin más, una preparación para celebrar bien la Navidad. Es una fiesta importante, luego hay que prepararla bien. La sociedad ya lo está haciendo: es una fiesta en que se va a producir un gasto importante, en comida, en regalos: un momento económico importante; y ya están mentalizándonos en todos los medios con la consigna habitual: "compre". Una inteligente preparación.

Navidad es para nosotros algo mucho más importante, por lo cual la preparamos con tiempo y a fondo. Navidad es un momento fuerte de nuestra vida espiritual, un tiempo importante para nuestra fe y nuestra vida cristiana. La preparamos con cuatro semanas, esperando, anunciando, preparando "la llegada", el "adviento" de Jesús.

Un acontecimiento histórico sucedido hace 2.000 años tiende a celebrarse como algo no-activo. Es un recuerdo, como el día del cumpleaños del tatarabuelo difunto... Puede ser un hermoso pretexto para celebrar un "día de familia" y mostrar mucho cariño por los niños. La diferencia es que el tatarabuelo murió y Jesús está vivo. Y no celebramos que Jesús nació sino que ha nacido, está presente y vive en nosotros. Si Jesús es importante para nosotros, la Navidad es una fiesta importante.

Ha nacido Jesús, Dios-con-nosotros-salvador. Ha nacido el Libertador. Ha nacido y no muere. Nosotros, la iglesia, celebramos en Navidad la presencia de Dios libertador en la aventura humana: celebramos que hemos visto esa presencia en Jesús de Nazaret, y que la seguimos viendo en todos los humanos que construyen el reino, dentro y fuera de lo que llamamos la iglesia.

Celebramos la fe en Dios y en la humanidad. Celebramos que Dios está aquí, en mitad de nuestra aventura. Celebramos a Dios encarnado, el valor divino de lo humano y el rostro humano de lo divino. Celebramos que creemos en nosotros mismos, porque Dios ha creído en nosotros. Celebramos toda una concepción del ser humano y de la religión, una concepción llena de fe, de esperanza, de exigencia, de motivación, de compromiso.

Hay mucho que celebrar y que preparar. El adviento es tiempo de desempolvar la esperanza que se apoya en la fe, en la fe en Jesús.

Los mensajes de los textos de Adviento, lo conocemos ya, están envueltos en imágenes. La más general de todas es "la venida del Señor", el Hijo del Hombre que viene entre las nubes con poder y gloria. El contenido de esta imagen nos importa mucho: creemos que la aventura humana (la mía personal y la de todos) acaba bien, acaba en el triunfo, por la fuerza divina que está metida en esa aventura.

Especifiquemos: contra los que piensan que no hay por qué buscar sentido ni finalidad a las cosas, a la creación, a la humanidad, a la vida personal, defendemos que esto es un proyecto, un sueño de Dios, el parto de una familia de hijos que Dios engendra y saca adelante. Hay sentido, hay proyecto, hay trabajo que hacer, personal y social.

Contra los catastrofistas que creen sólo en el Dios juez y ven sólo los pecados del mundo, defendemos que el reino de Dios está aquí, que la levadura está en la masa, que Dios es esa levadura, la semilla que germina, que es el Libertador, el Padre que trabaja por sus hijos, y que hay muchos hijos, que en todas las personas hay mucho de hijo, y que la aventura acaba bien, por la fuerza del Espíritu, porque Dios nos quiere y es poderoso, porque está aquí su Viento, su Espíritu.

Recobramos la definición de Jesús que hace el cuarto evangelio: "La tienda de Dios entre nosotros". Somos -la humanidad entera- un pueblo que camina, y Dios alienta a caminar, camina con nosotros, da de comer y de beber, es luz, está implicado en el viaje y garantiza la llegada.

En el camino puede pasar de todo, puede parecer que todo se derrumba, que no hay esperanza. Puede quedar destruida la Ciudad Santa y arrasado el Templo de Dios, como le tocó contemplar a Jeremías. Jesús puede ser crucificado. La humanidad puede pasar por las más espantosas degeneraciones y sufrimientos. En mi vida personal puede cruzarse el mal, puedo arruinarme, pueden morir mis seres queridos, mis planes pueden quedar truncados por un cáncer, puedo ser esclavo de mis pecados y desde luego puedo morir, y moriré.

Pero nada de eso es más fuerte que mi fe en Jesús: si Dios ha compartido mi humanidad, mi humanidad está segura. Cuento con la presencia de Dios mismo en mi aventura: ni la vida ni la muerte, ni el pecado ni ninguno de los poderes destructores podrá contra la humanidad, porque Dios está en el ella.

Si es ésta nuestra fe, esto hay que celebrarlo. Es esto lo que celebramos en Navidad.

Hoy se habla en el evangelio de señales. La más bonita es la de la higuera: unos retoños en los troncos muertos y se despierta nuestra certeza de la primavera. Los pastores de Belén recibieron de los ángeles un mensaje "Os ha nacido un Salvador", y una señal "Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". ¡Bonita señal! La señal de Dios salvador es un niño pobre, como tantos.

¿Hay señales en nuestro mudo?, ¿hay señales de la presencia de Dios salvador? ¿hay señales de esperanza?. Sí, hay señales.

· ¿No son señales que ya la palabra "guerra" no es sinónimo de "gloria" o de "valor" sino de desgracia, de error, de calamidad?
· ¿No es señal que, aunque seguimos produciendo pobreza y explotación, sentimos cada vez más eso como un mal y lo hacemos disimulándolo y escondiéndolo, sabiendo que está mal?
· ¿No es señal que tanta gente, y tanta gente joven, se enrola cada vez más en movimientos de solidaridad y cooperación?
· ¿No es señal que nos preocupamos cada vez más por la ecología y sentimos temor por la destrucción de la tierra?
· ¿No es señal que las religiones están empezando a sentir la necesidad de ser verdaderamente fermentos humanizadores y unificadores de los pueblos, que se avergüenzan de haber matado en nombre de su dios?

Todas estas señales son niños pobres, en medio de un mundo ruidoso, rico y miserable, insaciable buscador de los placeres de la noche. Pero hay mucho niño pobre despierto en la noche del mundo. Muchas semillas, mucha levadura, mucho cariño, mucha familia profundamente unida, mucho trabajo silencioso y sacrificado, mucho idealista que no busca medrar, muchas personas religiosas que no se sienten privilegiadas por su fe, muchas personas no-religiosas que se sienten comprometidas con la humanidad sin fundarlo en Dios.

Hay mucho viento del espíritu en este nacimiento del tercer milenio, mucho motivo de celebración... y mucho, muchísimo trabajo por hacer.

Los que vamos a celebrar religiosamente la Navidad lo haremos celebrando la Eucaristía, es decir, comulgando con Jesús como Jesús comulgó con nosotros, como comulga con nosotros Dios, diciendo que sí al compromiso que adquirimos en el Bautismo: nosotros, enrolados en lo de Jesús, trabajar a tiempo completo por hacer divino lo humano, por que los hijos puedan ser hijos, porque ningún hijo sea oprimido, ni por la pobreza ni por la ignorancia ni por la violencia ni por la injusticia ni por el desamor ni por la falta de fe.

Los creyentes, y muchas personas de buena voluntad en nuestra sociedad y en el mundo entero, estamos -quizás hoy más que nunca- tentados de desesperanza.

· ¿Hay salida a la violencia?
· ¿Hay solución para el terrorismo?
· ¿Se puede solucionar la deuda del Tercer mundo?
· ¿Podemos borrar el hambre del Sur?
· ¿Se puede salvar África del Sida?
· ¿Podemos salvarnos de la corrupción política?
· ¿Puede funcionar el mundo superando el hambre insaciable de las multinacionales?
· ¿Podrá occidente sobrevivir al hambre insaciable de consumo, de placer inmediato?

Todo este cúmulo espantoso de amenazas a la humanidad, a la condición humana de nuestra existencia se parece a esas formidables acumulaciones de monstruos del Apocalipsis, que también parecen aterradoramente invencibles y están a punto de devorar al niño recién nacido.

Nosotros, los que creemos en Jesús, celebramos en Navidad la fuerza invencible del niño pobre, la presencia silenciosa y todopoderosa del amor de Dios que está aquí trabajando por lo humano.

Nosotros, los creyentes, no tenemos soluciones milagrosas, no somos el Mesías que arreglará el mundo, no tenemos palabras de Dios para todo, no somos la luz de la humanidad para cada problema social, político o económico, no tenemos la fórmula mágica para acabar con el terrorismo, local e internacional, ni con la explotación del sur, con la destrucción del planeta.

Pero tenemos la Palabra, hoy tenemos tres palabras.

· Primera palabra: creo. Y porque creo, espero. Ningún desastre, ningún escándalo, ninguna inhumanidad podrá destruir nuestra esperanza. En las difíciles situaciones de nuestro mundo, de nuestra nación, de nuestra tierra, los de Jesús estamos comprometidos a mantener la esperanza, movidos por nuestra fe: por nuestra fe en Dios hecho hombre, en Jesús Dios-con-nosotros.

· Segunda palabra: comulgo. Con Jesús y con la humanidad entera. Si en algún momento, hoy más que nunca aceptar a Jesús es entender la vida como misión y compromiso. En comunión con Jesús y con la humanidad, construyendo el reino: no hay otra manera de ser cristiano.

· Tercera palabra: siembro. El reino no se construye, se siembra. La masa no se organiza, se fermenta. La paz no es el resultado de pactos de conveniencia, sino de cambio de los corazones. La solidaridad internacional no es un ejercicio de economistas sino una cuestión de con-pasión.

Como personas particulares, todos tenemos un oficio, una profesión, una función social. Como cristianos, tenemos una misión más profunda, mucho más silenciosa, personal y exigente: ser personas humanas y sembrar humanidad.

La exigencia de una "santidad" personal, la conversión personal a los valores del evangelio, es nuestra colaboración más importante. Solamente personas profundamente humanas construyen humanidad.

A nosotros, como cristianos, no nos da el evangelio fórmulas políticas o económicas, soluciones concretas para los problemas concretos. Pero sabemos que los problemas de la humanidad sólo los resolverán personas con unas actitudes y unos valores muy humanos: y esos valores y actitudes sí están en el evangelio, sí son los valores que nosotros nos hemos comprometido a vivir y a sembrar.

Sembrar esos valores, con la vida y la palabra, es la función de los cristianos y de la iglesia.

 

José Enrique Galarreta

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