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MONJAS Y RAMERAS

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“El amor a todas las criaturas es también el amor a Dios, pues el que ama al único Dios también ama todo lo que Él ha creado. Si uno ama a Dios resulta imposible no amar a Sus criaturas” (Judah Loew)

28 de septiembre, domingo XXVI de TO

Mt 21, 28-32.

A ver, ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos.
Se dirigió al primero y le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El hijo le respondió: No quiero: pero luego se arrepintió y fue.

Existen infidelidades del corazón que deterioran con mucha más fuerza que otras las relaciones con Dios y con sus restantes criaturas: las del amor. Las de la Ley, establecidas con la cabeza, son frías adhesiones de un simple sí con los labios, a todas luces ofensivo. La Iglesia continúa demandando ese vacuo “sí de palabras”, y se olvida de que sólo las acciones tienen auténtico valor de vida eterna y de ternura.

En la parábola de los dos hijos que hoy nos propone el Evangelio, sólo el primero –que respondió “no” y luego fue a trabajar en la viña- hizo la voluntad de su padre, como reconoció Jesús y sus propios adversarios. ¿Es la fe de las palabras, viudas de la Palabra, moneda habitual de cambio entre cristianos?. En el Apocalipsis 20, 12 se lee que “los muertos fueron juzgados por sus obras”. Y Pablo en Flp 1, 6 recomienda a esta comunidad: “Tened los sentimientos del Mesías Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó su condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres”.

El Apóstol de los Gentiles, Maestro intelectual más que ninguno por su anclaje griego, propone, sin embargo, los sentimientos del otro Gran Maestro como modelo para la fundamentación de la Comunidad. Su soñado ideal es que, como le ocurrió a Nina con Rimsky Korsakov, los filipenses los recreen en su interioridad: “En su música me oigo a mi misma: mi estado de ánimo, mis sentimientos, mis pensamientos, mi dolor” (De la película La pasión de vivir).

Y es que en cuanto el corazón funde el latido de amor en nuestro interior con el latido de hechos amorosos en el exterior, las direrencias entre nosotros y nuestros semejantes se diluyen en el espacio y el tiempo y –monja o ramera- pasamos a ser Uno con ellos.

Es el momento y lugar en que podemos sentarnos frente a la ventana de la vida para contemplar su discurrir ante nuestros ojos, sin juzgar al uno u otro hijo –el del Sí y el del No- como dice el místico, y aceptarlos a todos como hermanos. El maestro hindú Osho tiene una perspicaz locución al respecto: “Buda, más que budistas, quería Budas; Cristo, más que cristianos, quería Cristos”. Es nuestro mayor reto, nuestra única y, podríamos afirmar, necesidad espiritual.

El amor a todos los Vientos –Brisas o Tifones-, nave central y rosetón de luz en los transeptos de mi espiritualidad y de mi alma. Estos versos de León Felipe lo confirman:

Y pienso que a mil metros,
desde el vuelo perdido de los pájaros,
debe de ser lo mismo
la toca de una bruja que el capuchón de un santo.

Judah Loew, talmudista místico judio medieval de Praga avaló con contundencia el amor divino y el humano en esta sentencia:

“El amor a todas las criaturas es también el amor a Dios, pues el que ama al único Dios también ama todo lo que Él ha creado. Si uno ama a Dios resulta imposible no amar a Sus criaturas”.

 

MONJAS Y RAMERAS

Te has sentado a la ventana para contemplar a los transeúntes.

Quizás veas pasar por tu lado derecho a una monja, y por tu lado izquierdo a una ramera.

Y quizás en tu ingenuidad digas: “¡Cuán noble es una, cuán innoble la otra.”

Pero cierra los ojos: probablemente oirás una voz que dice en el espacio: “Una me busca a través de la oración, otra a través del dolor. Y el espíritu de las dos tiene el respeto de mi Espíritu.”

Khalil Gibràn

 

Vicente Martínez

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