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LA CRISIS DE SENTIDO

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Quizás hayan leído el libro de Jostein Gaarder, “El mundo de Sofía”, y recuerden que al principio del mismo su protagonista se plantea esta sencilla reflexión: “Estamos aquí y ahora rodeados de personas animales y cosas, somos conscientes de ello y es fantástico vivir. Luego desaparecemos de este mundo… ¿No es injusto que se nos dé algo para arrebatárnoslo después?”

Sabemos que la muerte es lo normal, pero la sentimos como lo más inesperado, lo más terrible, lo más absurdo, y ante ella, nuestra única defensa es la esperanza de encontrar más vida después de la muerte. Durante generaciones esta esperanza ha sido algo habitual; algo que daba sentido a la vida y hacía que mereciese la pena vivir, pero a partir de un momento determinado, la cultura imperante convierte esta creencia en superstición y tacha de pueriles e inmaduros a quienes buscan en Dios el sentido de su vida.

Pero el reto de dar sentido a una vida sin Dios y con muerte no es trivial, y ha dado lugar a infinidad de teorías diversas. Entre ellas, las más consecuentes con los nuevos vientos son las propugnadas por nihilistas y hedonistas. Los primeros arguyen que este mundo es absurdo y niegan toda creencia o todo principio moral, religioso, político o social; los segundos identifican el bien con el placer, y emplean su vida en lograrlo a toda costa… Otra forma de afrontar la finitud de la vida es la que propugna Heidegger, quien invita a vivir con autenticidad asumiendo como algo natural el hecho de la muerte.

También hay quien quiere ir más allá del nihilismo, el hedonismo o la resignación heideggeriana, y desarrolla teorías más acordes con nuestra humanidad. Por ejemplo, los vitalistas —como Ortega— tratan de llenar su existencia a través de un proyecto de vida entendido como vocación, como razón de ser de toda persona; o los existencialistas —como Sartre— que afirman que el sentido de la vida de cada persona consiste en construirse a sí misma.

Y todas estas teorías están muy bien, pero tienen un serio problema: que vivimos sabiendo que todo el esfuerzo que hagamos por construirnos a nosotros mismos, o por desarrollar un proyecto vital, o por lo que sea, va a quedar destruido por la muerte. Es como si Miguel Ángel hubiese pintado la capilla Sixtina sabiendo que iba a ser destruida en el momento de ser acabada. Algunos pueden vivir con la ilusión de trascender a través de su prole o de su obra —los genios—, pero el ciudadano medio no suele llenar su vida con esta esperanza.

De hecho, este ciudadano, despojado de sus creencias ancestrales y sin capacidad para encontrar por sí mismo el sentido de su vida, se siente abandonado en el mundo y con la única meta de pasar por él sin mayores sobresaltos y lo más confortablemente posible. Lo habitual es que se refugie en el consumo compulsivo, el trabajo compulsivo o el ocio compulsivo, con la esperanza de vivir ajeno al hecho mismo de la vida, es decir, sobrenadándola por la superficie sin osar zambullirse de lleno en ella. La consecuencia es una huida colectiva hacia adelante que arrasa todo lo que se interpone en su camino: el hábitat, los valores, el sosiego, la convivencia, la sabiduría de la vida…

Y es que la mayoría de los males que hoy aquejan a la sociedad occidental están provocados por la profunda “crisis de sentido” que padece. Crisis provocada por una concepción mezquina del mundo y del ser humano que hay que superar para abrir el camino hacia una humanidad fértil y un mundo habitable. El credo pragmatista afirma que una creencia es verdadera cuando da buenos frutos, y si lo aplicamos a la sociedad moderna, veremos que las creencias que la sustentan son radicalmente falsas y acabarán por destruirla.

 

Miguel Ángel Munárriz Casajús

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