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DIOS DE LA VIDA

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“Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida” (Espinosa)

6 de noviembre, domingo XXXII del TO

Lc 20, 27-38

No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven

La primera lectura de este domingo nos relata el episodio de los hermanos Macabeos testimoniando con la vida su fidelidad a Dios: “Tú me quitas la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna” (2 Mac cap. 7) arguye a sus verdugos el primero de los hermanos.

Todo en el Cosmos nace, vive y muere en una interminable cadena del ciclo de la vida. En el reino mineral el topacio, en el vegetal la encina, en el animal el hombre. Lo cantaba Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar, / q’es el morir…”

 El poeta francés Romain Rolland (1866-1944) decía que la vida es una serie de muertes y resurrecciones. Y me complace más su pensamiento que el del filósofo existencialista Heidegger afirmando que “el hombre es un ser para la muerte”. Dios crea la Naturaleza, y en ella al hombre, para que tenga vida: “No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven” (Lc 20, 38).

El sacerdote español Cesáreo Gabaráin (1933-1991) compuso un himno que las Fuerzas Armadas Españolas eligieron en 1981 para honrar a sus caídos. En el desfile del pasado 12 de octubre –Día de la Hispanidad– tres mil soldados hicieron resonar su conmovedora letra en La Castellana de Madrid: “Cuando la pena nos alcanza / por un hermano perdido / cuando el adiós dolorido / busca en la Fe su esperanza (…) Tú le has llevado a la luz”.

Para el jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955), filósofo y paleontólogo francés “la muerte no es un accidente sobrevenido de una manera fortuita: forma parte integrante, por construcción, del proceso de la creación”. Morir es renacer en Dios, alcanzar la plenitud en su cualidad de ser humano: “Consummatum est” -todo está cumplido-, gritó Jesús al morir en la cruz (Mc 15, 34)). También gritaba nuestro Don Miguel de Unamuno revelándose frente a la muerte y diciendo, que con razón, contra la razón o sin ella, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesaran de la vida, porque él no pensaba dimitir.

Gustav Mahler (1860-1911), como el rector de Salamanca, como todos nosotros, sentía la angustia y la necesidad física del “hambre de inmortalidad”. El compositor de la Segunda Sinfonía –“Resurrección- es un ser angustiado que raramente cree ver la luz y que no logra salir de la obscuridad. En cambio su contemporáneo Antón Bruckner (1824-1896) es un creyente absoluto, que encuentra en el templo de la naturaleza la huella visible y consoladora de la mano de Dios. De él dice Hans Küng en Música y Religión que le ha fascinado siempre la figura de Bruckner: “esa relación entre fe personal sencilla y música grandiosa, en la que la fe ha hallado un lenguaje tonal insuperable”.

A Mahler le preocupa en Resurrección lo mismo que Rubén Darío se preguntará años más tarde: “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”. En el quinto y último movimiento de la Oda a la Resurrección cantan triunfalmente la soprano y el coro: “Resucitaréis, sí, resucitaréis cenizas mías, tras breve reposo”. Momento en el que Gustav añade un verso rotundo y decisivo de su personal inspiración: “Yo moriré para vivir”, a los del poeta Friedrich Klopstock: “Con alas que he conquistado / en ardiente afán de amor / ¡levantaré vuelo / hacia la luz que no ha alcanzado ningún ojo!”

 Baruch Espinosa (1632-1667), místico medieval sefardí dijo que: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Pensamiento que a mí personalmente, como a él, como a Romain Rolland, Cesáero Gabaráin, Teilhard de Chardin, Miguel de Unamuno, Gustav Mahler y Antón Bruckner, fascina infinitamente más que el de la muerte.

Dios no abandona nunca a los que ama y les da vida, como relata este popular cuento sufí.

 

UN PAR DE PISADAS EN LA ARENA

Cuando la última escena de su vida pasó ante su vista, miró hacia atrás. Observó las pisadas que habían quedado marcadas en la arena y vio que, en muchas ocasiones, en el camino de su vida había sólo un par de pisadas. Notó, también, que eso sucedía en los momentos más difíciles y angustiosos.

Le extrañó, y preguntó a Dios:

-Señor, cuando resolví seguirte, me dijiste que siempre irías conmigo, todo el camino. Pero observo que durante los peores momentos sólo se distinguen un par de pisadas en la arena de los caminos de mi vida. No comprendo cómo me abandonaste en los momentos que más te necesitaba.

Dios le respondió:

-Mi querido hijo. Yo te amo y jamás te dejaría en momentos de sufrimiento. Cuando viste un par de pisadas fue porque allí, precisamente, te llevé en mis brazos.

 

Vicente Martínez

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