MI ITINERARIO TEOLÓGICO: UN BALANCE A LOS 65 AÑOS
José ArregiAgradecemos muy cordialmente al autor su amable permiso para publicar esta síntesis, muy resumida (como al 50%) del texto original del mismo título publicado, en José Antonio BADIOLA (ed.), Esperamos porque confiamos. En el 50 aniversario de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz, Editorial Eset, Vitoria-Gasteiz, 2017, pp. 951-987.
A final del curso 2017-2018 me jubilaré. Por eso, cuando José Antonio Badiola, el Decano, me extendió la amable invitación para que escribiera una colaboración con ocasión de las Bodas de Oro de la Facultad de Teología de Vitoria-Gasteiz, pensé que se me ofrecía una oportunidad para hacer un balance de mi itinerario teológico, por pobre que sea.
Lo hago ante todo por mí mismo, por la necesidad que siento de mirar para atrás al camino recorrido, de entender más a fondo el rumbo seguido, de ser más libre de sus zonas –mis zonas– oscuras, de reconocer lo poco que he hecho para curar las enormes heridas de la humanidad y de la creación, de acoger más profundamente la gracia de mi pobreza. Lo hago también para no dejar de mirar al futuro universal y a mi propio futuro con confianza, no dejar de caminar y de conversar por el camino, mantenerme abierto a todos los cambios –aún inimaginables– de esquemas y lenguajes que pudieran sobrevenir, y seguir diciendo una palabra de protesta y de aliento, de crítica rebelde y de consuelo, en un mundo más roto, injusto y amenazado que nunca. Escribo, pues, por mí mismo y para mí. Y por si a alguien pudiera llegar y ayudar el testimonio –un esbozo nada más– de esta humilde autobiografía teológica.
La Vida –mejor con mayúscula, pues en cada vida late el Todo– me ha traído a ser signo de contradicción para muchos, para mí mismo en primer lugar. Lo he elegido yo, pero ¿no tenemos la impresión de que no podemos sino elegir lo que somos y de que somos lo que se nos ofrece ser? Cada opción cada día es una encrucijada. Y de ningún modo pretendo que mi opción –vital, teológica– sea la mejor, la más verdadera, ni siquiera verdadera. Somos insignificantes formas o fragmentos vivientes. Llamo Verdad a la plena Comunión de todos los vivientes –un nombre de Dios–, más allá de todo esquema temporal (pasado, presente, futuro), más allá de toda idea y palabra, de toda voluntad posesiva. La Verdad es la Vida en la que vivimos, nos movemos y somos. A ella aspiramos. Y todas las religiones –cristianismo incluido– con todos sus dogmas, no pasan de ser, en el mejor de los casos, formas culturales y provisionales que adopta en nosotros, humanos, el Aliento sin forma. Todas las religiones con todas sus verdades son pasajeras. Es bueno que conversemos, debatamos, incluso con pasión, pero no merece la pena que nos condenemos. Eso jamás.
Estas páginas querrían ser una sincera e inconclusa expresión de mi de fe en el Espíritu de Dios que gime de dolor y de gozo en el corazón de los seres humanos y de todos los seres, de los átomos y de las galaxias, de la Tierra y del Cosmos.
1. De Olite a Arantzazu
Como franciscano que era, hice mi primer ciclo de estudios teológicos en el Teologado franciscano de Arantzazu, entre los años 1972 y 1976. Por cierto, la nuestra fue la última promoción que terminó los estudios de teología en Arantzazu; para el curso siguiente, los pocos estudiantes que quedaban se trasladaron a Bilbao y se matricularon en la Facultad de Teología de Deusto.
Pero el Teologado de Arantzazu no es la única casa que nos tocó cerrar. Con nosotros se cerró igualmente, en el año 1972, el Filosofado de Olite. Cerramos también el Noviciado de Zarautz en 1969, y el antiguo Colegio de Forua (Bizkaia). Y el viejo seminario de Arantzazu se cerró un año después de que nuestra promoción saliera de él. Así pues, desde que entré al Seminario de Arantzazu en 1963 a los diez años, se habían ido cerrando una tras otra, como quien dice, todas las casas por donde fui pasando durante toda mi etapa de formación franciscana. Y te aseguro, lector/a, que yo no tuve nada que ver en ello. Es simplemente un signo del cambio de tiempo que me ha tocado, nos está tocando, vivir. ¿Cómo alguien puede, pues, escandalizarse de que la teología cambie tanto? Lo extraño sería que no cambiara, y sería letal resistirse al cambio, como creo que está sucediendo… Hace siete años que dejé Arantzazu, el hábito franciscano y el sacerdocio clerical, y no me parece demasiado aventurado vaticinar que, si vivo veinte años más, conoceré la desaparición de la Provincia Franciscana de Arantzazu, y que desaparecerá también la Orden Franciscana –aunque esto yo ya no lo conoceré–, y que algún día también desaparecerá el modelo jerárquico y clerical de Iglesia y de ministerios que aún pervive, si es que la humanidad no da un giro cultural poco verosímil. Y la misma humanidad, al menos este Homo Sapiens que somos, ¿hasta cuándo pervivirá?... Pero me estoy adelantando, o tal vez yéndome demasiado lejos.
Volvamos a Arantzazu. A mis 19-20 años, en el primer curso, me costó enganchar con la teología. Había llegado de Olite bien preparado para un camino intelectual, psicológico y espiritual de ensanchamiento y liberación. Y, a través de muchas dudas y no pocas ambigüedades, fui entrando en el ambiente de pluralidad teológica efervescente de la época. Buscaba afanosamente “razones para creer”. Leyendo, años después, un libro de Rahner (Cambio estructural de la Iglesia), que se había publicado en castellano por entonces, me encontré –gratificante confirmación– con una frase que habla de “la imposibilidad de evitar por completo que muchos cristianos y católicos que viven en su Iglesia y le dan importancia a ese hecho, debido al pluralismo intelectual y al exceso de contenidos conscientes, tengan opiniones que objetivamente son herejías”. Agudo y exacto Rahner, como siempre, aunque este autor me ha resultado a menudo demasiado escolástico y, a la hora de la verdad, demasiado tímido para romper con muchos esquemas tradicionales que considero insostenibles. Pero su mérito es inestimable. Él no buscaba tanto razones para creer, sino un lenguaje para decir la fe en su tiempo, que tal vez ya no es el nuestro.
A pesar de todas las dificultades apuntadas, al cabo de dos años en Arantzazu fui tomando gusto a la teología, y poniendo en ella creciente interés. El drama del humanismo ateo de De Lubac y El problema de Dios en el hombre actual de Von Balthasar me seducían. Las “misiones” –nuestra Provincia franciscana tenía numerosos misioneros en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Bolivia, Paraguay, Corea, Japón– nunca me atrajeron, y cada vez más me sentía llamado a ser testigo de la fe en la sociedad moderna en el País Vasco. Y en euskera.
2. De Arantzazu a París, por Durango
Tres años después fui destinado a la pequeña fraternidad de Durango. Fueron tres años felices, salvo en las clases de religión que daba a adolescentes en los colegios de San Francisco y de los Maristas. Cuanto más me reconciliaba conmigo mismo, menos necesitaba de la teología como refugio ideológico. En Durango me enamoré por primera vez, y fue la mayor gracia que me había deparado la Vida desde los 10 años. Pero una moral y una teología de la vida religiosa todavía tradicionales me impidieron vivirlo plenamente. La culpabilidad empezaba a ahogar la alegría de vivir el amor.
Al cabo de los tres años, el nuevo Provincial, Eusebio Unzurrunzaga, me dijo que debía ir a estudiar y que fuera donde quisiera, pero mejor que no fuera a Roma... Escogí París, y fue una óptima elección.
(Han pasado 35 años, y hoy me encuentro en Aizarna. Soy el mismo, pero todo es distinto, también en mí. Hace dos años me casé con Itziar, madre de dos hijos, y ahora compañera inseparable de mi camino, bendición de bendiciones. Después de tantos años de lucha baldía, junto a ella han quedado lejos, ¡cuán lejos!, aquellas angustias y culpabilidades, tan artificiosas y tan perniciosas. Todo es muy natural y sencillo, siendo a la vez frágil e inacabado. Bendigo a la Vida –a Dios, sin comilla alguna– por Itziar, por Mikel y Malen, por todo, por el amor tan humano y tan divino, por nuestras arcillas y alientos fundidos, por esta alianza de libertades).
Los cuatro años (1982-1986) pasados en la ciudad de la luz y de la Sorbona, del Barrio Latino y del Instituto Católico me resultaron exigentes y fecundos. La teología del Instituto Católico me desconcertó durante bastante tiempo.
Hice mi tesina sobre la “Fenomenología de la fe según Hans Urs von Balthasar”, cotejándolo someramente con el método fenomenológico de Husserl y Merleau Ponty. Todo acabó bien. Al cabo de 4 años había caminado, y no poco. Pero me quedaba mucho: todavía apenas me había sumergido, por ejemplo, en la teología de la liberación. O en la teología ecológica, que haría mía más tarde.
3. Bilbao 1987: callejón sin salida en la tesis
Terminada la licenciatura y el curso de doctorado, fui destinado a nuestra fraternidad de Bilbao, donde residían nuestros candidatos franciscanos que estudiaban teología en la Facultad de Deusto. Allí me dediqué a la tesis y a la traducción interconfesional de la Biblia. En cuanto a la tesis –sobre cristianismo y otras religiones según Hans Urs von Balthasar–, no acababa de ver el camino a seguir. Había proyectado empezar por presentar el análisis balthasariano del fenómeno religioso, comparándolo sucintamente con el de Barth por un lado y con el de Rahner por otro. Von Balthasar se situaba entre ambos, pero empezaba a encontrar contradicciones en él: el camino humano o, mejor, los caminos humanos hacia Dios ¿son o no son verdaderos caminos de Dios? Si el ser humano busca a Dios porque ya lo ha encontrado desde siempre o porque Dios lo ha encontrado a él desde siempre, ¿por qué esa animosidad temprana de Von Balthasar contra Rahner, contra su afirmación del “existencial sobrenatural humano” (es decir, que todo ser humano está no solamente destinado a la gracia divina, sino que ésta le es congénita y constitutiva), o contra su idea del ser humano como “cristiano anónimo”? Pero, al mismo tiempo, ¿a qué viene que Rahner se empeñe tanto en demostrar la necesidad de una revelación o encarnación particular y única de Dios en la historia, en el hombre Jesús? ¿No coincidían ambos, en el fondo, en el mismo “inclusivismo cristiano” (es decir: “las religiones humanas contienen semillas o fragmentos de verdad, pero solo adquieren plenitud y sentido en Jesús, el Hijo de Dios encarnado”)? Pero este inclusivismo ¿no acaba siendo al final un exclusivismo (es decir: “única y exclusivamente en Jesucristo se ha revelado y autocomunicado Dios de manera plena”)? Y este inclusivismo exclusivista de ambos ¿no coincide en definitiva con el exclusivismo radical y declarado de Barth (es decir: “Dios se ha revelado exclusivamente en Cristo, de modo que las religiones no son más que constructos humanos idolátricos”)? Y, al final de todo, ¿qué decimos al decir revelación y encarnación? ¿Qué decimos al decir Dios? Me perdía. Me entraban serias dudar de que mi trabajo pudiera llegar a ninguna meta clara o pudiera aportar algo. Pero no se me pasó por la cabeza arrojar la toalla.
Doy un salto adelante de tres años y medio, para aterrizar con el relato de la tesis, que mientras tanto había pasado a titularse así: “Sans exclusion ni inclusion. La relation Israël-Eglise chez Hans Urs Von Balthasar comme paradigme du rapport entre le christianisme et les autres religions. La presenté el 12 de enero de 1991 en el Instituto Católico de París. Y también esta vez todo acabó bien. Pero no era más que el comienzo de un camino que me seguiría transformando más de lo que yo todavía imaginaba y que no podía saber hasta dónde me llevaría. De momento hasta aquí.
Luego he vuelto más bien poco, cada vez menos, a la lectura de Von Balthasar, salvo para algunas conferencias y publicaciones. Pero no me pesa el tiempo dedicado a haberlo leído y desentrañado. En cualquier caso, forma parte de mi itinerario espiritual y teológico y todo lo quiero dar por bueno.
4. Entre Pamplona y Vitoria
En septiembre de 1987 fui destinado a la fraternidad de Pamplona. Por sugerencia de Javier Garrido, diseñé y puse en marcha un programa de formación teológica básica e integral para laicos, que, tras terminar los tres años de catecumenado que el propio Garrido dirigía desde hacía años con mucha concurrencia, estaban interesados en una formación teológica no académica. Era un programa de cuatro años en los que se trataban todos los temas principales de la teología. Yo acompañaba cada grupo, que funcionaba en forma de seminario semanal, con un texto de lectura/estudio para el tema de cada semana. Cuando en septiembre 1994 fui destinado a Vitoria y ya no pude acompañar cada semana a todos los grupos, pasé a desarrollar el programa en forma magisterial de clases, de manera cíclica, en el Salón de Actos del Bup Leyre de las Religiosas del Sagrado Corazón de Pamplona. Cada jueves, de 19’30 a 21’00, acudían en torno a 200 personas. Luego, cuando en septiembre de 2002 fui destinado a Arantzazu y ya no podía desplazarme cada semana a Pamplona, y la gente quería seguir con la formación, les propuse enviarles por correo electrónico –a quienes lo tuvieran– el tema semanal elaborado por mí mismo. Y así seguimos durante años, y de ahí nacieron los escritos semanales que también se publicaban en varios portales de Internet (Feadulta, Atrio, Religión Digital…); a partir de 2010, a petición del periódico DEIA, se convirtieron en columnas de dicho periódico y de los otros Diarios del Grupo NOTICIAS. Me he extendido sobre este punto, porque siempre he considerado que es lo mejor de toda mi actividad teológica hasta hoy. Lo mejor ha tenido lugar en la amplia y plural aula extra-académica, fuera de los centros y Facultades teológicas.
Pamplona significó el inicio de mi plena docencia teológica. En 1988, Jesús Lezáun –brillante profesor y crítico implacable de las instituciones políticas y eclesiásticas navarras– se retiró o le retiraron como profesor de Cristología y Mariología en el CSET de Pamplona, y en su lugar fui nombrado yo, y Monseñor Cirarda aprobó el nombramiento. Desde que fui a París soñaba con ser profesor de cristología, y he aquí que se cumplía el sueño (con la cristología empecé mi docencia teológica en Pamplona y con ella continué en Deusto, ininterrumpidamente hasta que me fue retirada la licencia canónica en 2010). Jesús era mi pasión, en un doble o triple sentido: era un apasionado del hombre, el profeta, el creyente, el rebelde Jesús; era un apasionado de la reflexión y de la enseñanza sobre la historia y los dogmas relativos a Jesús; pero Jesús era también un motivo de pasión/padecimiento. La tesis había removido en mí creencias demasiado importantes para poder despojarme de golpe de ellas: divinidad, preexistencia, encarnación, concepción y nacimiento virginal, presciencia, milagros, expiación, plenitud de revelación-salvación, resurrección milagrosa, apariciones, segunda venida… “Perdona, Jesús, te estoy siendo infiel”, me decía dentro de mí. Pero no escogemos lo que pensamos, sino que pensamos lo que podemos. Lo que pasa es que aún me costaba aceptar en paz que la fe o la fidelidad no se juega en lo que creemos o pensamos. Y ya que mi “fe en Jesús” vacilaba, me agarraba a “la fe de Jesús”. “Me basta –me decía– con tratar de creer y obrar como Jesús creía y obraba”. En ello me ayudaron muchos autores como Jon Sobrino y Leonardo Boff. La fe es vida liberada y fraterna, es praxis liberadora y pacífica. Y eso es lo divino de Jesús y de todos nosotros. Así es como trato hoy de vivir mi fe en Jesús. Él sigue siendo mi pasión, pero ya no me hace padecer.
Los alumnos y alumnas (seminaristas, religiosos, laicos) de los dos o tres primeros cursos de Cristología en Pamplona fueron en general estimulantes. Jóvenes inquietos, abiertos, críticos. Jóvenes creyentes “normales”. Sentía que llegaba a ellos y que no me frenaban, que querían preguntarse más, como yo. Pronto fue cambiando el clima. Las pocas manos que se levantaban eran sobre todo para ponerme objeciones o pedirme cuentas. No me extrañé, pues, cuando en junio de 1995 –yo vivía entonces en la fraternidad de Vitoria– me llamó el secretario de Mons. Fernando Sebastián, arzobispo de Pamplona, citándome para el día siguiente en el palacio arzobispal de Pamplona. No me extrañó, pero me eché a temblar. Sabía lo que venía. Don Fernando me esperaba solemne en lo alto de la solemne escalinata del hall, mientras yo subía como podía. “En son de paz”, me dijo cuando llegué arriba. Me acompañó a su despacho y no tardé en escuchar lo que ya pensaba: debía dejar las clases de Cristología. “Tienes fama de buen profesor, pero algunas cosas que enseñas van contra la fe y escandalizas”. Se refería sobre todo a la virginidad de María, obsesión masculina, obsesión clerical. Luego me preguntó sobre las nuevas publicaciones en Cristología. Yo le hablé de una obra muy reciente de Joseph Moingt, L’homme qui venait de Dieu (El hombre que venía de Dios), que acababa de leer, y de su atrevida deconstrucción de la idea tradicional de la preexistencia de Jesús. No me dijo nada. Cuando volví a casa, en mi habitación, rompí a llorar. Miraba mis estanterías de libros y mis carpetas, mudas. Todo para nada. Se había acabado mi docencia. ¡Qué pronto se había acabado! Al día siguiente se lo fui a contar al Decano de Vitoria, Ángel Navarro, profesor de Cristología también él. Me dijo que estuviera tranquilo, que no me faltarían clases en la Facultad de Vitoria. Y así fue. Debo mucho a la Facultad de Vitoria, donde siempre me sentí en casa.
Allí publiqué mi primer artículo de teología propiamente dicho, en 1994, primer año en Vitoria. Empecé, pues, a escribir muy tarde, y fue por una casualidad, casi diría que como todo lo que es, lo cual no quita ningún valor ni dignidad a nada de lo que es. Nada está predeterminado. “Dios” o la “Creatividad sagrada” (S.A. Kauffman) juega a los dados. El mundo se está creando, habitado y movido por esa Creatividad sagrada que es un nombre del misterio divino, y que opera como por ensayo y error desde el corazón de cuanto es; también nosotros, en la gran comunión de todos los seres, vamos buscando nuestro camino como por ensayo y error. Así evoluciona toda la cultura. ¿Y la teología? También la teología (como el constructo dogmático en su conjunto y toda la ortodoxia ligada a él), inseparable de la cultura, se va formando y transformando, de forma en forma; también la teología evoluciona, como la vida; si no evoluciona, es que está muerta o a punto de morir. Pues bien, la fraternidad de Vitoria me pidió que les diera una charla sobre la nueva teología. Vino también Javier Querejazu, profesor de ética en la Facultad de Teología. Les hablé sobre el carácter histórico del lenguaje teológico. Después de la charla, Querejazu me dijo que debía publicar la charla en Lumen, una de las revistas de la Facultad, y me pidió el texto. Y se publicó en el último número de aquel mismo año con el título “La teología como lenguaje histórico”. Fue el primero de una serie bastante larga. De entre todos ellos destacaría los siguientes, por el significado especial que tuvieron en mi reflexión teológica:
1) "Apuntes para un diálogo interreligioso", en dos partes (1996). Lo había enviado a la revista con temor y temblor, por lo delicado del tema y por lo osado de mis planteamientos para aquellos años; un día Félix Urtaran, benemérito profesor de la Facultad y director de la revista, me paró en el pasillo de la Facultad, aquel ancho pasillo de precioso azulejo, y me felicitó efusivamente. ¡Cuánto me reconfortó aquella felicitación! En la última década del siglo XX y en la primera del siglo XXI compartí e impulsé iniciativas de diálogo interreligioso aquí y allá. Luego, el propio diálogo interreligioso me ha ido llevando más hacia una espiritualidad transreligiosa, y me he encontrado con que autores mucho más importantes que yo desarrollan esa perspectiva (Javier Melloni y José María Vigil, además del maestro común: Raimon Panikkar). Quien relativiza sus creencias frente a otras creencias no puede menos de acabar relativizando todas. Y no por ello tiene por qué disolverse la identidad ni apagarse la espiritualidad; muy bien puede suceder lo contrario: que la identidad encuentre las raíces que la nutren más allá de las formas, y las formas nos abran al Espíritu que las habita y que sopla donde quiere.
2) "¿Y si hubiese vida fuera de la tierra? Reflexiones para una teología no geocéntrica" (1996). Por entonces se habló de unos posibles rastros de vida en una roca marciana, y yo aproveché para preguntarme: ¿cómo afectaría a la teología, a la imagen de Dios, a la antropología teológica y muy en particular a la cristología, si alguna vez se verificara que había vida (tal vez igual o incluso más inteligente que la nuestra) fuera de la Tierra? Sacaba la conclusión de que es preciso superar el antropocentrismo teológico tan arraigado, la imagen tan antropocéntrica de Dios y, sobre todo, la cristología tan geocéntrica y antropocéntrica (y jesucéntrica) que sigue predominando. Por aquellos días pasó dos días en nuestra casa González Faus y le di a leer el artículo; me dijo que tenía un estilo de escribir claro y sencillo, lo que era de agradecer, pero no le cabía la hipótesis de que hubiera vida fuera de la Tierra y, por lo tanto, le parecía inútil ese tipo de teología-ficción. Pero en ello sigo. Y procuro estar más o menos enterado –a nivel divulgativo y general – de los pasos y de los retos fundamentales de la ciencia (biogenética, neurociencias, astrofísica…): sin ese diálogo próximo con la ciencia, no veo que el teólogo pueda pronunciar hoy palabras que sean luz y sal para la tierra.
3) "Ante el futuro de la Vida Religiosa" (2001). Lo escribí a raíz de un retiro que me pidieron sobre el tema las religiosas y religiosos de Vitoria. Afirmaba que la teología de los votos sobre la que se funda todavía la Vida Religiosa ya no tiene sentido, que la Vida Religiosa así concebida no puede persistir y que es preciso reinventarla a fondo y no basta con unos apaños. Lo envié a Lumen. Algún tiempo después, José Ignacio Calleja, entonces Decano y director de Lumen, me dijo que en el Consejo de redacción había oposición a la publicación de mi artículo, pero que él había abogado porque se publicara y así se haría. Un tiempo después, Dolores Aleixandre me felicitó vivamente por ese artículo y me dijo que lo compartía plenamente. No es posible seguir manteniendo el modelo de una Iglesia tripartita formada por “clérigos, religiosos y laicos”, donde los últimos se definen por lo que no son (ni clérigos ni religiosos), no son nadie. No es la Iglesia de Jesús, y no bastarán, para que lo sea, unos cuantos remiendos como reformas de curias y sacerdocio de las mujeres (para clericalizarlas).
Mi docencia teológica no ha sido muy larga, pero ha sido muy amplia. He impartido nueve asignaturas distintas, sin otro mérito que el estar dispuesto a cubrir huecos donde hiciera falta: Cristología (Pamplona 1988-1995, Instituto de Ciencias Religiosas de Deusto 1997-2010), Mariología (Pamplona 1988-1995), Fenomenología de la religión (Pamplona 1991-1997), Historia de las religiones (Pamplona 1991-1997, Vitoria-Gasteiz 1997-2003), Antropología teológica II (Pecado en general y pecado original) (Vitoria-Gasteiz 1994-2004), Antropología teológica I (Creación) (Vitoria-Gasteiz 2001-2004), Introducción a la teología (Vitoria-Gasteiz 1996-2004), Escatología (Instituto de CCRR de Deusto 1997-2010, Facultad de Deusto 2000-2005), Sacramentos en general y en particular (Facultad de Deusto 2002-2003) y… Patrología (Facultad de Deusto 2003-2010)
En la asignatura de Introducción a la teología insistía a los alumnos: No leáis ni estudiéis, por favor, sólo teología, si no queréis tener un discurso que ya no vale para los no creyentes, y cada vez vale menos para los creyentes. Leed ciencia, leed literatura, leed textos fundantes de otras religiones, leed a ateos, leed a Nietzsche. Solo así podréis dialogar con los hombres y las mujeres de hoy, y aprender de ellos y de ellas, y decirles algo de interés. La misma frontera entre creyentes y no creyentes es cada vez más imprecisa y menos importante. El “Dios” que niegan los ateos no existe. Los que no creen nos enseñan a creer de la única manera hoy creíble.
5. De Vitoria a Deusto
Nada hubiese sido igual en nuestra vida actual si algo en nuestro pasado hubiese sido diferente. Pero algunos hechos cobran especial relevancia en nuestra biografía consciente. El haberme incorporado a la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto ha sido decisivo en los últimos 20 años de mi vida, 7 de los cuales (de 2003 a 2010) los pasé en Arantzazu. Porque allí fui en mi pensamiento más libre que nunca hasta entonces, porque allí pagué el precio de mi libertad –la pérdida de la licencia para la docencia teológica–, porque, cuando creía que iba a perderlo todo, hasta el pan de cada día, la Universidad de Deusto me respaldó –los jesuitas me respaldaron, independientemente de que estuvieran de acuerdo o no con mi teología–, y porque, al ser agregado a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, pude quedarme en la Universidad y seguir adelante, de otra manera mucho más libre, con mi modesta misión teológica. Ahora mucho más por libre. Y ganándome el pan de hoy y el de un próximo mañana de pensionista.
No se me había pasado por la cabeza la posibilidad de ser profesor de teología en Deusto. Un día, en la primavera de 1997, me llamó José Luis Zinkunegi, jesuita, ex-Provincial, Decano de la Facultad de Teología de Deusto, a una reunión de unos cuantos profesores de teología que podíamos enseñar o escribir en euskera. Nos propuso crear una colección de manuales de teología en nuestra lengua, financiado por la Facultad de Deusto. Aporté mi apoyo entusiasta y mis sugerencias. La colección se llama Erlijio Kulturaren Bilduma (Colección de Cultura Religiosa). Me encargaron el primer volumen, el correspondiente a la Cristología (lo escribí de un tirón en el verano de 1999, retirado a Arantzazu, y se publicó en 2000 bajo el título Nazareteko Jesus. Zer gizaki? Zer Jainko? –Jesús de Nazaret. ¿Qué hombre? ¿Qué Dios?–. En la misma colección publiqué en 2004 un manual de Historia de las religiones: Oinatzak bidean –Huellas en el camino–. Pues bien, al final de aquella reunión, José Luis Zinkunegi me pidió dar Cristología en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Universidad de Deusto. Lo acepté gustoso.
Años más tarde, un fuerte terremoto vino a sacudir mi presencia en la Universidad y toda mi vida. Me habían ido llegando señales inequívocas, y tenía el presentimiento, casi la certeza, de que tarde o temprano me alcanzaría de lleno. El 9 de junio de 2010, mi Provincial Juan Telesforo Zuriarrain me comunicó que el Obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, me prohibía enseñar, predicar y escribir. Fue un mazazo seco, pero llevaba mucho tiempo preparándome para aquel momento. Me sentí fuerte. Ya no quedaban resquicios ni dilaciones. La decisión se imponía, y no dudé: no acataría la prohibición del obispo, y dejaría la Orden y, si hacía falta –que hizo falta–, el sacerdocio. Era la hora de la verdad, de mi verdad, pues hacía años que ya no creía ni en el “orden sacerdotal”, en la Iglesia clerical, ni en el actual modelo de Vida Religiosa.
Tuve que dejar la Facultad de teología, y daba por supuesto que debería dejar también la Universidad, aunque en ningún momento se me pasó por la cabeza abandonar mi pasión por la teología y lo que entendía que era mi servicio o mi misión en la Iglesia en mi humilde medida: liberar el Misterio de Dios de las cadenas del lenguaje para liberar la vida de la gente y de todos los seres. Pero ¿cómo podría aportar ahí mi granito de arena o de trigo y a la vez ganarme el pan de cada día?
Se lo debo a los jesuitas –siempre os estaré agradecido, hermanos compañeros de Jesús, de la Provincia de Loyola–. Me mantuvieron en la Universidad, pasándome a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, adscrito al Departamento de Humanidades. Allí me encargaron de dar Historia de las religiones y Fenomenología de la religión, y me mantuvieron los 12 créditos de “Oriente y Occidente en sus grandes tradiciones religiones” que desde hacía años venía impartiendo, en euskera y en castellano, para alumnado de todas las titulaciones en el marco del Vicerrectorado de Identidad y Misión. Y ahí sigo.
Sigo por la gracia de la Vida. Por la gracia de los franciscanos y de los jesuitas (e incluso, no miento, por la gracia de Mons. Munilla) estoy donde estoy, donde creo que siempre quise estar. Como quien ha encontrado su lugar en el mundo, después de haberme perdido tantas veces y aunque todavía a veces me sienta perdido.
Me siento teólogo por la libre, como siempre he querido ser. No, no me interesaba instalarme de por vida entre trámites y burocracias. No me interesaba tampoco eso que se llama “investigación académica”, demasiado formal a mi modo de ver. No me interesaba seguir repitiendo en lenguajes aparentemente nuevos las doctrinas “fundamentales” de un pasado ya caduco o a dotarlas simplemente de un nuevo aparato crítico. Quería revisarlas a fondo, para reinterpretarlas de una manera coherente con los paradigmas actuales cuando eso fuera posible, o para abandonarlas sin pesar cuando no fuera posible recuperar el espíritu que las habitó en otro tiempo. No me interesaba publicar en revistas científicas o especializadas o aparecer citado en ellas, aunque eso fuera requisito indispensable para ganar méritos académicos, obtener la Q de excelencia, ser promovido en el escalafón. No me interesaba la “teología hacia dentro”, que se nutre de sí misma y no nutre a la inmensa mayoría de los hombres y de las mujeres de hoy que viven en otro mundo y hablan otro lenguaje.
Soy afortunado. Se me ha ofrecido, de una manera que nunca imaginé, la oportunidad de hablar o de escribir para expresar lo que pienso y lo que quiero vivir. No quiero hablar o escribir para teólogos, ni para clérigos y seminaristas. No quiero escribir ni decir nada que no pueda ser entendido a la primera por Itziar, e incluso por Mikel (que estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad del País Vasco), y hasta por Malen (que estudia segundo de DBH o ESO en la escuela pública de Zumaia). No me interesa una teología endogámica que –como solía decir siempre a mis alumnos de Introducción a la Teología de Vitoria, parafraseando lo que alguien dijo sobre la religión o sobre “Dios”– “solo sirva para resolver los problemas que sin la teología no existirían”. Desde hace muchos años tengo la impresión de que, efectivamente, la teología se alimenta de sí misma, y por eso no alimenta a casi nadie.
Seguir hablando de un Dios creador revelado a Israel y encarnado por única vez en el hombre Jesús, de la divinidad sustancial de Jesús y de su muerte expiatoria y de su resurrección milagrosa, del pecado y de la salvación o del perdón, de la creación y del fin del mundo y de la vida en el más allá… es como seguir hablando griego o latín a quienes ya no hablan o entienden ni griego ni latín.
La gente no se ha alejado de nuestras iglesias por dejadez, sino porque la hemos dejado; no por desinterés, sino porque no les ofrecemos nada interesante; no porque carezcan de espiritualidad, sino porque nuestras creencias, palabras y ritos ya no son capaces de ofrecer espíritu y vida.
No creemos lo que queremos, sino lo que podemos, igual que no pensamos lo que queremos, sino lo que podemos pensar; solo pensamos aquello que nos resulta “pensable” de acuerdo a una infinita red de circunstancias ligadas entre sí; para empezar, nuestras neuronas, pero también nuestra historia personal y colectiva, nuestra educación y relaciones, nuestros estudios y saberes, nuestra forma de vida y nuestra visión del mundo, nuestro marco cultural. Ahora bien, todas las “creencias” son formas de pensamiento personal y colectivo. Creer –en el sentido de asentir a unas creencias– es siempre una forma de pensar, por mucho que digamos que creemos lo que “Dios ha revelado”. Por eso, creemos lo que podemos creer. Lo que “creemos” depende de lo creíble en el paradigma cultural de cada época (le “croyable disponible” que decía P. Ricoeur).
Es inútil empeñarnos en que la gente siga creyendo lo que ya no puede creer. Es pérdida de tiempo, porque tarde o temprano dejarán de creer todo lo que les enseñamos. También es una falta de responsabilidad, porque en la medida en que tratemos de inculcar a la gente unas creencias como algo esencial de la fe, en esa medida dejamos de ofrecerles aliento, espíritu, espiritualidad. Vida. De ningún modo quiero decir que debamos dejar a un lado las ideas (cosa por lo demás imposible) y, por la misma razón, algún tipo de creencias (cosa también imposible), pero debemos cuidar mucho de no sujetar a la gente a las palabras con que les hablamos, a las ideas que les comunicamos, a las creencias que les infundimos. Que aprendan a pensar por sí mismos. Que aprendan a vivir la vida a fondo, libres de sus creencias. Que se asomen a su propio brocal. Que beban agua de su propio pozo.
6. En resumen: tres paradigmas en una sola vida
Y aquí estoy. Cada día me asombro de cuán distinto es el mundo en que vivo del mundo en que nací, aquel mundo en que aprendí a rezar el Credo y a sentirme Iglesia.
65 años no son muchos, pero es como si en ellos me hubiera tocado cambiar dos veces de era cultural y vivir en mi vida tres culturas distintas, tres visiones del mundo y tres paradigmas teológicos. Antes, las eras culturales perduraban milenios; creíamos que el cielo y la tierra eran inmóviles, y que todo debía regirse por un orden inmutable; la Tierra era el centro del universo, y apenas el sol y la luna giraban lentamente alrededor de ella, para alumbrarnos de día y acompañarnos de noche y marcar los ritmos de la siembra y la cosecha. Pero hoy sabemos que la tierra gira en el cosmos a miles de kilómetros por hora. Todo en el universo –las galaxias cuasi infinitas en número y dimensión, y los átomos cuasi infinitos en sus partículas y ondas y vacíos–, todo está unido con todo, y todo se mueve y corre vertiginosamente. Es admirable más que vertiginoso (lo que produce vértigo y estragos es el ritmo del llamado “desarrollo económico”).
La cultura agraria se ha prolongado durante diez milenios –algo menos por estas tierras, donde aprendimos más tarde a cultivar la tierra y a criar animales–. Hace solamente doscientos años nació la era industrial, y la modernidad con ella. Pero ya estamos en otra era: en apenas doscientos años, la era industrial se ha transformado en era postindustrial, la era de la información; paralelamente, la cultura moderna, caracterizada por la fe laica en la razón científica y en el progreso, se ha transformado en cultura posmoderna, marcada por el estallido de la verdad, la fragmentación del saber, la evidencia de la incertidumbre y el reconocimiento del pluralismo en todos los campos. En apenas doscientos años, hemos pasado de la premodernidad a la modernidad y de ésta a la posmodernidad.
Así pues, en mis 65 años de vida he conocido tres épocas culturales distintas muy distintas. Y al decir “épocas culturales distintas”, me refiero a mi manera de ser creyente, de rezar el Credo. Durante casi 20 años, mi fe fue totalmente premoderna: la tierra era el centro del universo presidido por Dios, Dios era el Ser y el Señor Supremo, la Biblia y los dogmas habían sido directamente revelados por Dios, lo sagrado era superior a todo lo profano, ser sacerdote era lo más grande, el pecado mortal lo más terrible, y el papa tenía siempre la última palabra.
El estudio de la filosofía y de la teología trajo consigo la duda, no exenta de angustias: había que reconciliar –no pocas veces un poco a la desesperada– la filosofía con la teología, la fe con la razón, el teocentrismo con el antropocentrismo, el poder de Dios con la libertad humana, la gracia con la responsabilidad, lo sagrado con lo profano, la transformación política del mundo con la esperanza del “más allá”, la verdad con la tolerancia, la religión con la laicidad, la encarnación única de Dios con el respeto de las religiones no cristianas. Tuve que modernizar mi Credo.
Pero para cuando creí haberlo logrado más o menos durante mis cuatro años del Instituto Católico en París, otro mundo se me abría, o más bien me envolvía. En los años posteriores fui dando forma a un paradigma teológico radicalmente pluralista, ecológico y liberacionista: Dios no es un Ente, es el alma y el corazón del universo en expansión y en creación permanente sin centro alguno; es el Espíritu o la Ruah de la paz y del consuelo, que gime en la humanidad y en todas las criaturas, hasta la plena liberación, hasta la plena creación. Nuestra especie humana Homo Sapiens, aparecida hace nada más que 300.000 años en este precioso planeta verde y azul, no es ni el centro ni la cima ni el fin de la creación, ni siquiera el centro y la cima de este planeta, sino que es –nada más ni nada menos– una manifestación maravillosa y todavía inacabada de la creación en marcha, con un triple cerebro –de reptil, mamífero y humano– no muy bien coordinado entre sí, que no le permite más que una conciencia aún muy dormida y una paz muy frágil; un día desaparecerá, como todas las demás especies, pero seguirá desarrollándose la vida en la Tierra (y en otros planetas probablemente, aunque todavía nada podemos saber). Alguna vez existirán en nuestro planeta o tal vez existan ya en otros seres más “desarrollados” que nosotros, especies vivientes (en no sabemos aún qué formas) que puedan y acierten a vivir mejor que nosotros, en una paz más estable y en una armonía mayor consigo mismo y con todos los seres, para gloria de la Vida o de Dios.
7. ¿Qué Dios? ¿Qué Jesús? ¿Qué mundo y ser humano?
Cada época y cada persona tienen el deber de entender el Credo de aquella manera que le parezca creíble. Lo que no resulta creíble no se ha de creer. El que cree algo lo cree siempre porque por alguna razón le parece creíble, razonable, “plausible” creer así. O bien porque piensa que “Dios lo ha revelado exactamente así”, o bien porque está convencido de que es razonable creer como el papa mande que se crea, o por alguna otra razón. Pero quien cree algo lo hace porque le parece razonable. Quien dice “no me parece razonable, pero lo creo” lo dice porque piensa que tienes razones para decirlo, a no ser que no sepa lo que dice.
En cualquier caso, como dijo Santo Tomás de Aquino, “la fe no se refiere a unas fórmulas, sino a aquello a lo que apuntan”. “Creer” no consiste fundamentalmente en asentir a unas creencias. “Creer” es mirar cada ser, sentir la realidad y vivir la vida desde una profunda gratitud, confianza y compasión universal. Como hizo Jesús. Jesús tenía unas creencias (judías) que nosotros no podemos compartir. El mismo Jesús las compartió de manera libre y creativa, y solo en la medida en que le ayudaban a vivir. Lo mismo hemos de hacer nosotros. La vida nueva, despierta, libre y fraterna, es lo que importa. Lo demás es añadidura.
Hoy, bien entrados ya en el siglo XXI, en este proceso de transformación cultural y de profunda metamorfosis religiosa que estamos viviendo, en la nueva imagen de la realidad y del ser humano dentro de ella que las diversas ciencias –en particular la astrofísica, la física cuántica, la biogenética y las neurociencias – nos trazan, no podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de Dios o de Jesús o del mundo desde Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos.
No podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y patriarcal, geocéntrico y antropocéntrico: Dios no es en Ente Supremo, “otro”, “alguien”, “persona” de la manera como cualquiera ser humano es para mí “otro”, “alguien”, “persona”. Dios no es menos que un tú, pero no es un tú frente a mí. No es menos que “persona”, pero no es persona como el ser humano. No es una Superpersona humana, con una psicología similar a la humana, solo que omnisciente y omnipotente… No es ni personal ni impersonal, sino transpersonal. Entre Dios y mundo no hay ni unidad ni dualidad. Ni monismo ni dualismo (a esto se refieren quienes, como Enrique Martínez Lozano, hablan de No-dualidad). Dios no interviene desde fuera cuando quiere. No se encarna una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.
¿Y Jesús? No podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple. Fue un individuo admirable de esta nuestra pobre y maravillosa especie humana; judío galileo. “Fue” y sigue siendo –porque la Vida que se da no muere– profeta o sacramento o símbolo o encarnación de la Compasión liberadora y creadora; vivió la indignación y la paz, la rebeldía y la esperanza; no le importó la religión, sino la misericordia; no le importó la culpa, sino la curación; él no se opone ni excluye ni incluye a ningún otro sacramento de la Compasión divina, y será plenamente Cristo o Mesías o liberador, en comunión con todos los profetas y liberadores del pasado y del futuro, cuando todos los sueños que él llamaba “reino de Dios” se cumplan del todo. Jesús es un Cristo o Mesías en camino (J. Moltmann, otro de los autores que me han resultado más inspiradores, salvo en su idea de la expiación y sus elucubraciones trinitarias). Necesariamente imaginó a Dios a la manera de su cultura y religión, en forma “teísta”: como Ser Supremo, como Padre, como Rey, como Juez, como Alguien personal a imagen de las personas humanas que conocemos, Alguien con psicología humana, aunque sin cuerpo ni genes ni neuronas. Esas ideas de Dios ya no sirven hoy a muchas y muchos cristianos sinceros que quieren dejarse inspirar por Jesús y compartir su esperanza y practicarla.
No podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro ni medida fija. Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero podemos acogernos, amarnos y seguir confiando los unos en los otros: eso es el perdón, y así encarnamos el misterio de Dios.
Y así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible.
Hoy nos confrontamos con el reto económico, político, filosófico y político más grave jamás imaginado: el reto transhumanista. Por primera vez en la historia, el ser humano se plantea la posibilidad –cargada de enormes oportunidades y de terribles amenazas– de crear un ser (¿humano?), un organismo viviente genéticamente alterado, un ciborg (organismo con implantes cibernéticos supercomplejos) o un robot superinteligente, capaz de decidir. Podrá ser un ángel protector o un monstruo exterminador. Podrá ser más espiritual que el Homo Sapiens (y más que Jesús, por lo tanto) o infinitamente más peligroso y perverso. Y en el mundo podrá haber mucha más armonía, fraternidad y bienestar compartido, o las diferencias y las crueldades podrán aumentar sin medida. Y está en nuestras manos (en buena parte) el que suceda lo primero o lo segundo. El ser humano se enfrenta hoy a la opción más radical de toda su historia. Y su mera hipótesis nos obliga a revisar todos los esquemas teológicos todavía vigentes.
Me sorprende ver que los teólogos apenas se toman en serio todas estas nuevas perspectivas. Grandes teólogos del Estado español que, siendo yo profesor principiante y no tan principiante, abrían nuevos horizontes y a los que tanto debo siguen ahora donde estaban entonces, siendo así que todo ha cambiado tanto. Lo atribuyo a que no están atentos a las ciencias ni se han adentrado seriamente en el mundo de las grandes tradiciones sapienciales del Oriente. Hicieron una revolución, pero se estancaron en ella. Es una pena, pues lo que ha venido luego y seguirá viniendo (no sabemos hasta cuándo) de los actuales seminarios será todavía mucho peor. Por eso me parecen tanto más meritorios quienes han seguido caminando hacia los nuevos horizontes (Xabier Pikaza, José María Vigil y Juan José Tamayo, y Javier Melloni entre los más jóvenes…).
Una conclusión abierta
Sigo caminando, consciente de estar cada vez más cerca de esa fase de la vida en que “Otro te ceñirá y te conducirá adonde no quieras ir”. Allí quisiera justamente querer ir; quisiera ir libremente adonde no quiero. ¿No es eso lo que la vida nos enseña en todo su transcurso? Cuando miro para atrás y considero los pequeños azares de mi vida y de mi humilde camino teológico”, es la sensación que me queda y va tomando cuerpo: Otro/a me llevaba desde el fondo de mí y de todo, a pesar de mí y de todo. Otro/a que es mi Mismidad más honda, el Misterio y el Ser más profundo de todo ser. La Presencia buena, la Compañía fiel en quien “vivimos, nos movemos y existimos”, que nosotros mismos debemos encarnar y ser hasta que Dios sea todo en todas las cosas.
La Creación sigue en marcha. No sabemos hacia dónde, pero también depende de nosotros, seres humanos todavía tan inhumanos. El Espíritu gime en el gemido de todos los seres. Sigamos caminando y conversando, recordando y soñando, hasta la plena liberación de todos los seres vivientes, hasta la plena creación que nunca se detendrá ni acabará, hasta la plena encarnación de “Dios”, Compasión creadora, Aliento vital o Ruah universal más allá de todas nuestras palabras. La santa Creatividad nos empuja y guía. Nos anima la confianza, más allá de toda imagen y certidumbre, de que la santa Memoria o el gran Recuerdo o el Corazón del cosmos guarda misteriosamente vivas, a través de todas las transformaciones, nuestras infinitas formas pasajeras. Vivimos en la gran Pascua o paso de la Resurrección universal incesante y eterna.
Entre luces y sombras, y aunque a veces me alcanza el desaliento a la vista de tanto dolor, camino feliz. Y sigo buscando sin pretender encontrar, pues no hay nada que encontrar. Todo ES, todo RESPIRA.
José Arregi
Versión resumida por José María Vigil y publicada por Servicios Koinonía en su RELaT, Revista Electrónica Latinoamericana de Teología (nº 449).